lunes, 1 de septiembre de 2014

Solo han pasado treinta años

Solo han pasado treinta años.
Pero yo te recuerdo como si fuera ayer. Aunque hayan pasado tres décadas y no sepa de ti desde los veinte. La vida nos lleva por caminos inescrutables.
Éramos tantos cuando entramos en el instituto. Y teníamos todos tanto miedo porque éramos nuevos y no tardaron en aparecer los primeros rumores acerca de las novatadas.
La novatada que hacían los mayores, los de COU, consistía en tirarte a la fuente. Al principio todos pensamos en que sería algo parecido a un manantial. Algo grande. Algo que te dejaría empapado. Pero después descubrimos dónde estaba y comprobamos que solo se trataba de una fuente de las que ves en los parques. Una peana, un recipiente circular y un chorro de agua de los que tenías que acercarte demasiado al pitorro para poder beber. No era gran cosa. Pero no molaba que los mayores fueran a buscarte, te cogieran entre tres o cuatro y te hicieran sentarte para mojarte el culo.
Pues no. No molaba nada.


Podemos decir con orgullo, sin embargo, que nosotros, al llegar al último año de estudio, erradicamos esa nefasta tradición que ponía a todos los alumnos de primero en alerta y les hacía esconderse, incluso. Nosotros no quisimos devolver la jugada. No quisimos hacer lo que nos habían hecho a nosotros entre risas socarronas. La asquerosa tradición de la fuente quedó en el olvido, al menos hasta que nos marchamos cada uno por nuestro camino.
Allí fue donde todos nos conocimos. Durante la hora del antiguo recreo en el colegio y descanso en el instituto, llegábamos a salir corriendo hasta el otro lado de la larguísima carretera que llevaba prácticamente hasta el puente de Maestro Nicolau. Podíamos juntarnos sesenta o setenta personas que no queríamos ser mojadas. Las chicas pensaban que a ellas no les tocaría y se quedaban en clase. No sabían lo equivocadas que estaban. Cuántos pantalones vaqueros vimos mojados y compañeras al borde del llanto. Malditos cobardes.
Aquellos cabrones llegaban a perseguirnos hasta media carretera, pero cuando nos veían correr como desesperados para que no nos atraparan, desistían de intentar cazarnos porque no valía la pena recorrer los más de doscientos metros hasta el instituto solo para mojarnos los pantalones. De hecho, acabábamos llegando tarde a la siguiente clase, porque teníamos que asegurarnos de que los mayores, los abusones, habían vuelto a clase y ya no había peligro.
Menos mal que aquello apenas duró un par de meses.


Yo conocí a Jose porque el destino nos unió. Éramos una promoción, la de 1990, que provenía de colegios diversos, públicos y privados, y yo, por ejemplo, tan solo conocía en mi clase a un compañero de colegio con el que no había hablado nunca durante los ocho años de la educación básica. De hecho, ni siquiera me caía bien. Pero el destino hizo que nos sentáramos juntos durante los primeros días, hasta que empezamos a conocer a otras personas y él se marchó a otro instituto para estar con sus hermanos. Me encantó que se marchara. Seguía sin caerme bien y, además, intentó levantarme a la chica que me gustaba. Pero teníamos catorce años.
Pronto empecé a acudir al instituto caminando. En casa me daban para el autobús, pero yo prefería gastar ese dinero en pastas como donuts, bollycaos o incluso algún que otro cigarrillo que empezaba a fumar. Y al poco tiempo de empezar a caminar para ir al instituto, me encontré con Jose. Iba solo, como yo, e íbamos a la misma clase hasta el último año, por lo que no tardamos en quedar a una hora determinada para hacer la mayor parte del camino juntos.


Muchos, la mayoría, no llegaron a conocer a Jose como le conocí yo. Si preguntabas a los compañeros, te decían que era un borde y un cerdo, pero también escondían una cierta admiración porque era de los mejores de la clase en los exámenes, aunque él mismo se ocupaba de esconder aquella situación. No le interesaba que le tomaran por un empollón y empezaran a meterse con él. Aunque, en aquella época, los que sacaban las mejores notas solían ser los mejor considerados.
Simplemente, Jose se fabricó su propia coraza de tipo duro. Era un muchacho pequeñito, sin demasiada fuerza, y temía por lo que pudieran hacerle tipos más altos y fuertes que él. Por eso respondía de una manera grosera, maleducada, y siempre cortante. Pero no era él. Era su defensa hasta que, con el paso de los años, comprobó que ya no era necesario comportarse así. Ya éramos los mayores y ya no hacía falta ir de tipo duro al que más te vale no incordiar.


Han pasado casi treinta años desde entonces, y aunque no sé qué habrá sido de él, no me olvido de la persona con la que compartí camino hacia el instituto por la mañana y por la tarde. Nuestras conversaciones sobre lo malos que eran los profesores, el fútbol, las chicas, la música, quedarán ahí para siempre.


Espero que estés teniendo una buena vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario