jueves, 29 de marzo de 2012

Mamá, yo quiero ser piloto

De la serie de artículos de opinión publicados en el periódico digital www.elimportuno.com.


La primera vez que cogí un avión no habría cumplido nueve años todavía, hasta donde me llega la memoria. Mis abuelos vivían en Irún, provincia de Guipúzcoa, y mis padres no podían acompañarnos aquel verano. Yo era un niño asustadizo que ante cualquier problema corría desesperado a refugiarme en las faldas de mi madre y me habían acostumbrado a reaccionar así de tal forma que cuando nos presentamos en el aeropuerto de Barcelona y una auxiliar de vuelo nos acompaño a mi hermana, mucho más calmada, y a mí, a nuestras butacas para ponernos el cinturón y asegurarse de que todo estaba correcto ya que por aquel entonces, allá por 1.980, no era habitual que unos niños de tan corta edad viajaran solos y como no podía ser de otra manera, los trabajadores del vuelo debían hacerse responsables de nosotros mientras permaneciéramos a bordo de aquel gigantesco aparato que en unos minutos surcaría los cielos de noreste a norte de nuestro país.

Poco antes de despegar, surgió de la nada la voz del comandante. Nos daba la bienvenida al vuelo X de la compañía Y con destino a Fuenterrabía (y me perdonarán por no usar el término impuesto actual Hondarribia), nos recordaba la duración del vuelo, alrededor de una hora para cubrir unos seiscientos kilómetros, y nos indicaba los consejos de seguridad que debíamos seguir para disfrutar de un vuelo plácido y seguro. Al llegar a nuestro destino, mi hermana y yo fuimos de los últimos en bajar del aparato, totalmente alucinados por lo que acabábamos de contemplar: el despegue, observando cómo nos alejábamos de tierra firme y dejábamos nuestra suerte en manos del buen funcionamiento del avión y la pericia del piloto; el giro de ciento ochenta grados que realizaba el aparato dentro del mar para adoptar el rumbo adecuado, las nubes de algodón que todo el mundo sigue sin saber a qué huelen,  el aterrizaje con ese pequeño gran impacto inevitable de las ruedas delanteras contra la pista y toda la parafernalia que rodea a un vuelo de una línea comercial. Nos dio tiempo de ver aparecer al comandante y al copiloto por la puerta de la cabina y contemplar a dos hombres que superaban ampliamente la barrera de los cuarenta años y en ambos casos peinaban más pelo blanco que grisáceo, y siempre con semblante serio como conscientes de la enorme responsabilidad que conlleva pilotar un monstruo de muchas toneladas lleno de keroseno en el que viajan doscientas personas que dependen de tu buen hacer a los mandos de la cabina. Y las azafatas, encantadas de permanecer cerca de ellos.

Por aquel entonces, supongo que las cosas no habrán cambiado demasiado, se accedía a la escuela de pilotos mediante varios exámenes. Primero debías presentarte con tu flamante título de C.O.U. en el bolsillo (¿Aún recuerdan esas siglas en desuso?). Tu visión debía ser perfecta, nada de gafas o lentillas, y tus estudios debían estar orientados a una especialidad científica o técnica, además de los correspondientes exámenes de aptitud. A una aerolínea no le servía que hubieras estudiado Historia del Arte durante el bachillerato o te supieras al dedillo la obra de Garcilaso.

Pero los vuelos, los horarios, el trabajo… todo se cumplía. Los pilotos ya eran una élite dentro de nuestra sociedad, con unos salarios acordes al esfuerzo que habían tenido que realizar para acceder a una titulación que no está al alcance de todos los mortales, como un ingeniero o un arquitecto, pero eran serios, no se veían a sí mismos como los niños mimados de la sociedad y cuando comprabas un billete de avión sabías que, salvo casos marcados por una climatología adversa u otros imponderables, llegarías a tu destino sin mayor problema.

Por eso digo que yo quiero ser piloto. Mi vista está hecha polvo de tanto ponerme delante del ordenador y además tengo migraña crónica con lo cual cada vez que me da una pierdo la visión durante más de una hora; imagínense que la sufra en pleno vuelo.  He estudiado letras en una universidad de letras y apenas recuerdo nada de trigonometría y no tengo ni idea de orientarme según unas coordenadas, además de que si no miro por la ventanilla, no sé si estoy en Nueva York o en Manila, pero yo quiero ser piloto. Quiero poder hacer una huelga cuando me dé la gana dejando tirados a los que me pagan el sueldo y que mis jefes no tengan huevos de despedirme. Quiero levantarme un día por la mañana y que se me haya ocurrido por la noche pedir un aumento de salario a cambio de trabajar menos horas haciendo solo rutas locales (las transoceánicas de 12 horas de vuelo para los novatos) y tener en la cabina una discoteca con barra libre. Quiero trabajar un par de horas al día incluyendo el tiempo que tardo en cambiarme el traje de Armani al uniforme de comandante y quiero que las azafatas de cabina entren en mis dominios vestidas sólo con ropa interior para rememorar aquella histórica cinta de Emmanuelle donde Sylvia Krystel se deja hacer de todo en medio del aparato con un montón de pasajeros a su alrededor sin que parezca importarle un pimiento.

Por todo eso, mamá, yo quiero ser piloto. ¿Dónde tengo que firmar? ¿En qué parte de Barajas me tengo que poner con una pancarta para que me hagan caso? Me iré a buscar al de Ryanair. Seguro que hacemos buenas migas.

Las cenizas del olvido - Segundo capítulo

DOS



            Como ya he dicho, no me dediqué a las labores del campo gracias a una pequeña herencia de mis padres que me permitió cambiar la azada o las monteras por libros de texto universitarios. Su prematura muerte se produjo en el que sin duda debió convertirse en el primer accidente de tráfico acontecido en la historia de la región, porque cuando yo era joven apenas pasaban por el pueblo más que primitivos camiones a vapor cargados con árboles que se dirigían a los aserraderos. No negaré que mi vida universitaria resultó interesante culturalmente y estimulante en el trato con las pocas muchachas a las que sus padres, también acaudalados ciudadanos de la capital, permitían matricularse en estudios superiores, por lo que mis años en Cáceres transcurrieron adornados de ciertas libertades, pero sin desenfrenos, que no respondían a mi forma de ser siempre austera en todos los aspectos de mi vida. Nunca fui hombre de fiestas en las que volvías a casa cuando el alba aún despuntaba, ni formé parte de interminables sesiones de tertulia masculina nocturna y canalla en las que las botellas de vino de la zona reinaban entre los presentes y desfilaban una tras otra como desfilaban los nombres de las mujeres que cualquier participante afirmaba haberse trabajado en una de esas balas de paja donde reposaban las mozas que se habían dedicado a servir a sus amos durante el día. Tampoco acudía a acontecimientos como las modestas fiestas patronales de mi pueblo o los de los alrededores. Siempre preferí acostarme al anochecer y levantarme con la luz del sol para dar uno de mis habituales paseos por el bosque que el médico me recomendó realizar a diario durante toda mi vida para que la debilidad de mis huesos no derivara en una dolencia todavía peor que me mantuviera postrado en el lecho. Mi estado de salud tampoco daba para más y enfoqué mi vida hacia la tranquilidad y la lectura, el motivo principal por el que mis vecinos me consideraron siempre un bicho raro que no hablaba de mujeres ni bailaba ni bebía botellas de vino de un litro de un solo trago como ellos, pero supe guardar las apariencias en la medida suficiente como para que aquellos de los que me rodeaba pero que no entendían mi forma de ser no fueran más allá de considerarme diferente. Así conseguí que no repararan en detalles habituales en el pueblo, como el hecho de que nunca habían visto a una mujer de aspecto facilón saliendo de mi casa a horas intempestivas ni me había casado. Yo les habría explicado que cuando mi cuerpo necesitaba relajar tensiones, me acercaba a la capital y me amancebaba con alguna antigua compañera universitaria, pero nunca me preguntaron.

La modesta herencia de mis padres resultó útil para no convertirme en un esclavo más de la tierra a la que se sometían todos los de mi generación al no tener la posibilidad de escoger su propio futuro, y estudié traducción de textos franceses en la universidad hasta obtener el título y ser aceptado como traductor literario en una editorial especializada en la introducción de las grandes obras del país vecino en España cuando en aquel rincón del país nadie había oído hablar de Descartes, Flaubert o Sartre, y si les preguntabas identificaban aquellos nombres tan extraños con el de algún futbolista recién fichado por los equipos de la capital. Tras la Guerra y sus lamentables consecuencias aquel empleo se convirtió en un camino para ganarme la vida a duras penas mientras veía pasar a los grandes terratenientes del lugar en lujosos carromatos con su cohorte de sirvientes corriendo detrás del amasijo de madera pintada con ruedas adosadas más estridente que un carpintero pudiera fabricar, aquellos que acumulaban posesión tras posesión y como es bien sabido, el hombre que tiene poder, lo que ambiciona es más poder. Los mojones se habían preocupado de contratar los servicios de una veintena de sicarios venidos desde Madrid y era aquella superioridad numérica la que les confería en el pueblo el estado de intocables.

Pero yo no había nacido para ser un labriego ni era especialmente diestro a la hora de cerrar negocios. Tampoco disponía de recursos económicos y materiales como para comprar una parcela de abedules que poder talar y convertirlos en listones de madera que vender a las fábricas especializadas, así  que me conformaba con la media docena de ejemplares originales que me llegaban por correo cada tres o cuatro meses desde Madrid y ponía todo mi empeño, durante largas horas, días y semanas, en adaptar al español de la mejor manera posible los textos franceses a menudo escritos por un autor alejado del ámbito lingüístico de la capital de aquella nación y que por tanto empleaba una forma dialectal de ese idioma mucho más difusa y plagada de localismos que en los escasos diccionarios que circulaban por aquella época no aparecían, y me veía obligado a echar mano de toda mi creatividad para traducir algunas frases cuyo significado no se correspondía con el desarrollo general de la obra si las tomaba palabra por palabra. Era una simple cuestión de agudizar el ingenio y, en algunos casos, de que el editor de la empresa aún sabía menos francés que yo y las traducciones que le entregaba acababan directamente en el daguerrotipo sin ser revisadas por lo que debería haber sido un equipo de correctores del que no disponían debido a las estrecheces económicas de la época y de que la mayoría de los libros que traducía acababan guardando polvo en las estanterías de las universidades que los compraban y no llegaban al gran público que, durante aquellos años y décadas, tenían mejores cosas que hacer que gastarse cinco pesetas en una obra de Sartre cuando en casa había seis bocas que llenar de alimento y no se cobraba un estipendio económico por el trabajo realizado. A menudo las gallinas, cochinos y terneras más débiles de las dehesas o incluso afectados por enfermedades propias de los animales eran sacrificados prematuramente y con el cuerpo descuartizado de una vaca por el matarife, toda la servidumbre de un ganadero comía durante una quincena.

Sin embargo no escribo estas líneas para hablar de mí, ya que el devenir de mi vida no es merecedor de que nadie malgaste unas cuantas horas en leer un renglón tras otro, sino para denunciar anónimamente la situación de una persona muy querida en este pueblo y que durante muchos años vivió un auténtico calvario. Como ya os he comentado, las mujeres de la comarca llevaban desde dos o tres siglos atrás, una vez terminado el feudalismo que en algunos rincones de España se prolongó por más tiempo que otros, e instituido por la Iglesia Católica el sacramento del Matrimonio para mitigar el amancebamiento de las clases más humildes y evitar que padres e hijos retozaran en el mismo lecho como hasta entonces era moneda de curso legal, dedicándose a casarse con los hombres del mismo pueblo o los alrededores y detalles como el ajuar, la dote y las herencias acordadas eran moneda de cambio común en aquellos matrimonios que parecían más un compromiso legal entre dos familias con intereses económicos similares que una manera de plasmar el amor entre dos personas, como yo ingenuamente había creído siempre que se trataba. Quizás por eso nunca me casé ni conviví con una mujer que alegrara mis noches y pariera criaturas débiles como yo, a pesar de que no faltaron candidatas entre algunas mujeres casaderas del pueblo que preferían las buenas maneras en la mesa y en el lecho antes que la rudeza en el trato hacia ellas, y esas eran dos de mis cualidades, aunque como ya os he dicho no sirvieron para formar una familia tradicional. Yo era una excepción entre aquella manada de mentes primitivas y ninguna consiguió que me pusiera una levita y soportara una hora en la iglesia para decir unas palabras previamente escritas mientras contemplaba a un anciano disfrazado declamando latín de espaldas a nosotros con los brazos extendidos. No me interpretéis mal, no tengo nada en contra de la Iglesia Católica y admiro a los que creen en algo que yo no soy capaz de percibir, e incluso mantuve a lo largo de los años interesantes tertulias con sus miembros ya que siempre me atrajeron los denominados dogmas, en los que no podía creer como hombre cultivado que traducía a científicos que interpretaban el origen de la creación de una manera incompatible con el hecho de creer en algo solo porque una persona ataviada con unas vestimentas ridículas que proclamaba la pobreza de la Iglesia desde un palacio y que había sido elegido haciendo creer a los fieles allí congregados que por aquella chimenea salía humo blanco porque era la elección correcta cuando lo que sucedía era que al quemar las papeletas con los votos añadían no sé qué producto químico para blanquear el humo afirmaba que la Iglesia lo establecía y así debía llegar al creyente. Pero aquellas pequeñas luchas de ideologías en las que yo intentaba entender conceptos como el de la Santísima Trinidad en los que tres entidades antropomórficas se convertían en una sola siempre se celebraban delante de una cerveza y con ánimo distendido y ni mis interlocutores ni yo cometíamos el error de intentar convencer al otro de que nuestra postura era la correcta. Cada uno vivía su vida según sus ideales o lo que sus antecesores les habían enseñado, aunque ahora que vuelvo a recordar aquellas tertulias, es posible que si el párroco de la zona hubiera sido un hombre de un talante diferente al que durante treinta años fue asignado al pueblo, la proclamación de mis ideas me habría costado algún disgusto. Alabo y agradezco su discreción y su paciencia conmigo, ya que bien podría haber dado parte de mí a la policía porque mis ideas se acercaran más a las de Darwin que al Concilio Vaticano II, pero aquel sacerdote nunca pretendió ejercer una labor de proselitismo conmigo a pesar de que formaba parte de su trabajo y prefería la amistad de un hombre siempre razonable y de su misma formación que no llevaba una navaja en algún escondido rincón de su atuendo, antes que una conversión a su fe que sabría que nunca conseguiría.

martes, 20 de marzo de 2012

Las cenizas del olvido- Primer capítuio

UNO



Llamadme Ernesto para no meterme en líos. Nací en un pueblecito de la provincia de Cáceres, rodeado de monte bajo y pastos para las abundantes reses del lugar. Una localidad que a pesar de sus siglos de antigüedad y de la que se tienen noticias documentadas desde la época del Imperio romano gracias a la proximidad de la Vía Itálica entre Astorga y las afueras de lo que hoy es Sevilla, se había convertido en las últimas décadas tanto en lugar de paso y albergue ocasional nocturno para viajeros de largo recorrido que preferían ahorrar el dinero del peaje de la autopista cercana como en suburbio dormitorio de la capital a la que, con la construcción de la nueva carretera, se llegaba en menos de media hora. Al margen de la actividad ganadera, se ingresaban sus buenos duros con nuestras posadas y vinos en una época en la que el consumo de alcohol al volante no estaba siquiera penalizado excepto en los casos más graves como el provocar un siniestro con víctimas.

Pero los que no habíamos querido depender de nuestra vida en la ciudad, que nos resultaba siempre demasiado grande y excesiva en su caótica cotidianidad y preferíamos el canto lejano de un pájaro en el bosque antes que el claxon de un automóvil pulsado por un indeseable que parecía haber nacido en el seno de una piara, nos quedábamos siempre con su aparente tranquilidad y su silencio. Un silencio que solo rompían los aullidos de los lobos en invierno quejándose del frío y seguramente de la falta de presas que llevar a sus fauces, pero eran tan lejanos que nadie se inquietaba y solo esperaban a que llegaran las primeras luces del sol para ahuyentarlos y devolverlos a sus matutinas guaridas. Nunca osaron acercarse al pueblo y desde que tengo memoria no recuerdo batida nocturna alguna para cazarlos por devorar el rebaño de alguno de los muchos pastores de los alrededores que, por otra parte, empeñaban sus mejores artes en cercar a sus manadas y cuando cumplían con su obligado ritual diario de liberarlas para que camparan a sus anchas y buscaran alimento, siempre echaban mano de una escopeta de perdigones. Por si acaso.

            Fui el único entre los vecinos de mi edad que se atrevió a emprender la aventura universitaria, y es que allí la tradición era la tradición, y ésta marcaba que las mujeres se casaban con los hombres y se dedicaban a darles hijos y cuidarlos, uno detrás de otro, mientras los hombres, los terratenientes de escasa y mediana relevancia en la zona, danzaban entre despacho y despacho buscando acumular tierras y posesiones para que en las reuniones del club social del pueblo salieran a relucir sus anillos de oro, sus trajes de cien mil pesetas y sus nuevos tractores que no compraban para labrar la tierra, sino para aparentar más que el vecino terrateniente de al lado que pugnaba siempre por desbancar a su contrincante del título de persona más rica del pueblo. Fue una batalla que duró décadas y se decantó finalmente por el clan de los mojones, precisamente haciendo honor a su apodo, siempre con el cuchillo a mano dispuestos a zanjar una disputa clavándolo en el corazón del rival que se atrevía a discutir su supremacía. Esta fue la realidad del pueblo durante los años posteriores a la Guerra y solo remitió cuando la ley, la democracia y las libertades convirtieron lo que era un aviso público a navegantes que nadie discutía ni denunciaba en un delito castigado con pena de prisión. Yo siempre me mantuve al margen de esa situación; nunca ambicioné tierras, posesiones o riquezas y por mi delicado estado de salud a lo largo de los años ante el cual resultaba contraproducente enzarzarme en un intercambio de golpes del que siempre habría resultado perdedor por la notable debilidad de mis huesos faltos de calcio porque según el osteópata de Madrid mi cuerpo sintetizaba de una manera deficiente los lácteos y por ello debía ingerir una pastilla de calcio a diario para que no quebraran por un simple tropezón, preferí siempre bajar la cabeza y llevarme bien con todo el mundo. Mi preocupación se centró habitualmente en no ser considerado como una amenaza por parte de los individuos más peligrosos y conflictivos del lugar, aunque desde los dieciocho años ese clan y otros que reinaban en el pueblo hubieran acuñado el para ellos despectivo apodo de el estudiante cada vez que se referían a mí, incluso estando yo delante y participando en la conversación, y no lo hacían desde el respeto y la admiración sino con un indisimulado aire burlesco. Como suele ser habitual en la raza humana, las personas de mi pueblo se sentían inferiores a mí porque ellos se tomaban sus cervezas en silencio y preferían mirar a su compañero de jarras y sonreír antes que abrir la boca, y cuando lo hacían hablaban con palabras simples y llanas de dos sílabas que todo el mundo podía entender, y al llegar mi turno yo siempre aprovechaba mis estudios para dejarle claro a todo el mundo que, por mucho que se mofaran del enclenque pacifista, yo iba a seguir siendo el mismo que era, es decir, el único universitario con su diploma de francés en el bolsillo en veinte kilómetros a la redonda durante más de treinta años en los que la inmensa mayoría de los habitantes del pueblo nunca se molestaron en aprender a leer y escribir y solo se preocuparon de amasar fortunas locales para envidia de sus colegas empresarios de los municipios cercanos, menos bendecidos por la riqueza de sus tierras que en mi pueblo, sembrado de pastos y ganadería que los consumiera y muy prolífico en cuanto a bosques que convertían el negocio de la madera en enormemente lucrativo. Sin embargo, durante los años de la postguerra y debido al auge de las actividades comerciales muchos de aquellos matones analfabetos con la navaja celosamente guardada entre los pliegues de sus levitas pero siempre preparada para utilizarla si era preciso, acudían a mí secretamente para que les enseñara las nociones más básicas de lectura y escritura cuando los tratos comerciales dejaron de sellarse con apretones de manos y todo empezó a firmarse ante un abogado o un notario. Además de leer y escribir también debían aprender las nociones suficientes de las cuatro operaciones aritméticas que les resultaban imprescindibles para cerrar un trato, y el dinero no se gana contratando a un contable y un asesor legal que te cobrarán la tarifa que consideren oportuna además del desplazamiento desde Trujillo o la capital, si no aprovechando que dispones de un universitario en el pueblo que te puede decir que nueve por nueve son ochenta y una terneras tal y como el comprador ha solicitado pero ni tu capataz ni los mozos de cuadra saben contar una a una. En aquellas ocasiones ya no era el estudiante, sino Ernesto, el profesor, sin apodo burlesco acompañándome. Era mi venganza personal y la disfruté durante muchos años cuando, perdido entre las traducciones de los libros que enviaba mi editorial por correo y de los cuales debía confirmar su llegada uno a uno telefónicamente en unas décadas en las que el muchacho de Correos pasaba por el pueblo dos veces al mes, alguno de ellos enviaba a un mensajero porque necesitaba de mis servicios, y aunque es cierto que la mayoría de las veces me pagaban con una docena de huevos de corral una intercesión que valía como veinte docenas de huevos de corral, hay cosas más importantes en esta vida que acumular bienes materiales y en mi caso era más conveniente estar a buenas con los ricos del pueblo, siempre acompañados de un ejército de matones que podía presentarse a cualquier hora de la madrugada en mi casa para darme una paliza, que no pedir lo que ahora llamaríamos comisión por realizar tareas de mediador en un negocio que podía suponer quince o veinte millones de pesetas de beneficio neto para el interesado. En aquellas ocasiones el asesoramiento gratuito del profesor era bien aprovechado.

Afortunadamente, la alfabetización llegó a todos los rincones de España conforme el país se modernizaba al tiempo que intentaba superar los traumas de la dictadura que en el sur causaron las más profundas heridas y mi pueblo no fue una excepción, por lo que mis discretos servicios dejaron de ser necesarios, pero me sirvieron para ganarme un mínimo de respeto entre aquella jauría de fieras salvajes que como ya os he comentado no dudaban en asaltar las viviendas del pueblo con nocturnidad y alevosía para poner una escopeta de perdigones en las partes de algún propietario de pequeños terrenos para sugerirles que debían desprenderse de sus posesiones a cambio de una compensación económica por las molestias que evidentemente no se acercaba ni a la mitad del precio de mercado. Pero los negocios funcionaban así en el pueblo, y era comúnmente aceptado que no hay servilismo si no hay señorío, y durante muchas décadas del siglo XX los aldeanos de los parajes más remotos de la localidad se acercaban al pueblo para intentar colocar a sus hijas en edad de merecer como servidumbre de los cortijos de los grandes terratenientes con la esperanza de que las adolescentes, a las que no podían poner encima de la mesa ni un plato de agua sucia calentada sobre unos troncos de roble, hallaran entre los mozos de su misma condición a uno dispuesto a casarse con ellas y convertirlas en mujeres decentes. En el pueblo no había escuela ni nada que se pareciera a principios de los años ochenta, y a duras penas la diputación de Cáceres se había dignado a extender cable eléctrico para abastecer a las fortunas de la localidad. Fui uno de los afortunados a los que les llegó la instalación, y es que los favores no siempre se pagan con dinero y para un hombre de letras como yo que se pasa días y noches enteras entregado a la lectura y traducción de sus libros, el invento de la bombilla eléctrica se convierte en el más beneficioso de su vida.

Y ahora las andaluzas

Quedan cinco días para las elecciones andaluzas. Los mismos que para las asturianas, que Asturias también existe a pesar de que todos los esfuerzos de unos y otros se van al sur, y es que Andalucía no deja de ser el feudo socialista por excelencia y se convertiría en la consumación definitiva de la hecatombe que, no lo olvidemos, han provocado ellos mismos. Y el final del prólogo de un libro que va a durar tres años largos en los que las huestes de Rubalcaba, perdida toda credibilidad como dirigentes, se dedicarán a aprovechar cualquier resquicio que encuentren para atacar al nuevo gobierno, solo por el placer de atacarlo y porque esa es la directriz que el doctor en Química ha establecido desde el inicio, sabedor de que en las próximas elecciones no va a ser el candidato de su partido a la presidencia.

Resulta curioso que en los informativos de todas las cadenas abran con la campaña de las andaluzas y poco menos que ignoren las asturianas. Será porque en Asturias hay dos millones de personas y en Andalucía cerca de nueve, será porque en Asturias importa tan poco el resultado que la emoción la pondrán los andaluces que decidirán si quieren seguir viviendo subvencionados o ponerse de una vez a trabajar y explotar las riquezas de su tierra antes que poner la mano para recibir el PER e ir tirando.

En provincias como Cádiz, donde yo tengo familia, lo están suplicando. Tienen la tasa de paro más alta de Europa, un 45%. Y lo que es peor, la más alta entre los que no han cumplido todavía 35 años, un vergonzoso 65%. Y mientras tanto, doscientos mil funcionarios viven a cuerpo de rey con ejemplos como los que ya he puesto en otros artículos; las plazas céntricas de Sevilla y sus bares, repletos de personas a las doce del mediodía tomándose el fino quinta o la manzanilla mientras en Barcelona, en la Plaza Cataluña, al mediodía solo ves a los japoneses haciendo fotos a las palomas. Situaciones que han visto estos ojos que se los tragará la tierra aunque me critiquen por decirlo, pero así son las cosas y así se las contamos. ¿Y aún se quejan?

Chaves no puede ser más millonario de lo que es aunque se haya preocupado de esconder a la perfección lo que tiene. No pudo repartir más entre sus adláteres. Mi padre que en paz descanse, decía que era lo más inútil que había parido Ceuta, ciudad de nacimiento de los dos. Y si lo decía mi padre… Y Griñán no solo le igualó, sino que le superó. ¿Alguien ha oído hablar del fraude de los ERE, de los 700 millones (de momento) que se han escapado por ahí sin que se sepa su destino? Afortunadamente, parece que van a sacar una ley de competencia manejando el dinero de todos, que después de 35 años ya era hora de que lo hicieran. Algo que nunca habrían hecho los socialistas porque es con ellos con quien desaparece sin que se vuelva a ver.

Andaluces y asturianos, vosotros decidís. Los primeros, por mantener la situación anteriormente descrita o por levantar las alfombras de 30 años de corrupción socialista, y los segundos, por terminar con la indefinición de un gobierno que ya hizo la gracia, ya se separó del PP, ya dio un golpe en la mesa que gustó a sus ciudadanos y por eso y el enorme carisma de Álvarez-Cascos en su tierra le votaron, y que tras apenas unos meses en el poder se ha dado cuenta de que nadie, ni siquiera sus antiguos correligionarios a los que castigó con la escisión porque no le proclamaron candidato a la secretaría general, es decir, rabieta de niño mimado, le apoya en el parlamento regional y tras echarle atrás los presupuestos no ha tenido otra ocurrencia que convocar elecciones, con lo que su aventura todopoderosa tiende a su fin. ¿De verdad hace falta una Comunidad Autónoma para Asturias o Cantabria y que Ceuta y Melilla, a efectos prácticos, sean consideradas como tales? Millones y más millones que se van.

Tenemos lo que nos merecemos. Menos mal que vendemos deuda, así la pensión de mi madre está asegurada de momento y el Estado empieza a tener dinero en caja de nuevo. A nadie le gusta el autoritarismo, pero mejor eso que te detengan porque has castigado a tu hija de 16 años sin salir a la calle porque le has encontrado una bolsita de marihuana escondida y te ha denunciado a la policía, que no va a por el camello, va a por los padres de la pobre niña. A eso es a lo que nos ha llevado el funesto zapaterismo. Hace bien el ex-presidente en mantenerse escondido en su madriguera. Nadie le echa de menos.

martes, 6 de marzo de 2012

Ideologías y realidad

Nos hemos pasado 30 años viviendo por encima de nuestras posibilidades; como en Argentina cuando gobernaba Perón y convenció a sus ciudadanos de que podían vivir sin trabajar simplemente por ser argentinos y después votaron a Menem para acabar de arruinar el país. Ellos padecieron después el corralito, es decir, la intervención del Estado en todas las operaciones bancarias para evitar la fuga de capitales. Traducido al lenguaje llano, los argentinos no podían disponer de su dinero para ir a comprar una barra de pan porque sus cuentas bancarias estaban bloqueadas por parte del Estado.

¿Qué tendremos que padecer nosotros? Los ministros del último atentado socialista se han quitado de en medio gracias a retiros dorados que no puedo entender. El ministro de trabajo del bigotito que tanto criticaron a Aznar, de los dos millones y medios de parados que vio aumentar uno a uno sentado en su confortable despacho mientras se le caía la baba mirando su cartera negra donde ponía Ministro de Trabajo, se pone al frente de una manifestación de los sindicatos que no han protegido nunca a un desempleado y la de economía que ha permitido la fuga corrupta de capitales se va a sentar plácidamente en un sofá de directiva de Endesa a vivir la vida loca. Ya sé qué empresa eléctrica no contrataré nunca. La Seguridad Social se encuentra en quiebra técnica y no tenemos más que ver en las noticias como se embarga el material de muchos colegios y no se paga a los proveedores porque la caja está tan vacía y tan llena de facturas pendientes que hemos llegado al Estado Ahogado.

El Partido Socialista, que no ha necesitado ayuda de nadie para arruinar al país, simplemente cumpliendo con su tradición de mimar a sus corruptos que se cuentan por miles y no tenemos más que ver el ejemplo de Andalucía, se encuentra ahora además con la que va a ser una incesante sucesión de batallas internas por el poder. Alguien que pensara con lógica, llegaría a la conclusión de que ahora es el peor momento para querer ser “presidente de”, pero no nos engañemos, los fastuosos e indecentes sueldos siguen estando ahí. Y si no que se lo pregunten a un personaje tan siniestro como Tomás Gómez, quien ha revalidado su poder en el socialismo madrileño. Según sus propios compañeros ha sido una gran noticia ya que su opositora, antigua edil de Alcobendas, ha dejado a su pueblo arruinado para décadas y cuando no le quedó más remedio que dimitir cuando se destaparon sus escándalos de corrupción, no tuvo otra ocurrencia más que señalar a dedo a su hermano como futuro alcalde. Como no había más dinero que robar, se quedó con las ganas. Incluso alguien tan poco dudoso como Joaquín Leguina celebró la victoria de Gómez porque conocía el expediente de su contrincante. Todavía queda gente decente entre los socialistas.

Muchos llaman mentiras a las decisiones de Rajoy. Y se pueden interpretar como tales. Pero cuando accedes a un gobierno en el que tus predecesores, ineptos, mediocres, y lo peor de todo, corruptos, te han dejado con el culo al aire engañando a todo el mundo acerca del dinero que debes, ¿qué esperaban? ¿Crear puestos de trabajo al día siguiente de jurar en La Zarzuela? Primero habrá que tener dinero para invertir. La banca tendrá que disponer de liquidez para volver a conceder créditos. Y el Estado tendrá que dejar de depender de vender deuda para poder pagar las pensiones.

Esto es lo que nos han dejado los socialistas, y da igual la ideología que profese cada uno. Criticar ahora es muy fácil desde la izquierda cuando ha sido la propia izquierda la que ha dejado este panorama desolador. ¿Por qué los que ahora se llenan la boca con las mentiras de la derecha no han denunciado la situación previa que les ha dejado la izquierda? Vivimos en un país de hipócritas, mentirosos y corruptos. Si Marx, Karl, no Groucho, se levantara de su tumba, iría a los congresos de la izquierda y les bajaría a todos el puño mientras cantan la ya más que caduca internacional. Ahora no se trata de ser socialista o popular, se trata de que hay mucho que arreglar, todo que arreglar, y de nada sirve que llamen mentiroso al presidente del gobierno porque ha tenido que dar marcha atrás a sus previsiones al conocer la situación REAL en la que ha dejado el país el gobierno anterior. Y hacer un pensamiento con todos esos obsesionados por ser diferentes y a los que ya está bien de tener contentos a base de innumerables riadas de dinero y de transferir competencias que no suponen un gasto para las Comunidades Autónomas, si no otra fuente de ingresos más de la que privan al Estado y que no han demostrado gestionar con eficacia como la sanidad en Cataluña.