jueves, 29 de marzo de 2012

Las cenizas del olvido - Segundo capítulo

DOS



            Como ya he dicho, no me dediqué a las labores del campo gracias a una pequeña herencia de mis padres que me permitió cambiar la azada o las monteras por libros de texto universitarios. Su prematura muerte se produjo en el que sin duda debió convertirse en el primer accidente de tráfico acontecido en la historia de la región, porque cuando yo era joven apenas pasaban por el pueblo más que primitivos camiones a vapor cargados con árboles que se dirigían a los aserraderos. No negaré que mi vida universitaria resultó interesante culturalmente y estimulante en el trato con las pocas muchachas a las que sus padres, también acaudalados ciudadanos de la capital, permitían matricularse en estudios superiores, por lo que mis años en Cáceres transcurrieron adornados de ciertas libertades, pero sin desenfrenos, que no respondían a mi forma de ser siempre austera en todos los aspectos de mi vida. Nunca fui hombre de fiestas en las que volvías a casa cuando el alba aún despuntaba, ni formé parte de interminables sesiones de tertulia masculina nocturna y canalla en las que las botellas de vino de la zona reinaban entre los presentes y desfilaban una tras otra como desfilaban los nombres de las mujeres que cualquier participante afirmaba haberse trabajado en una de esas balas de paja donde reposaban las mozas que se habían dedicado a servir a sus amos durante el día. Tampoco acudía a acontecimientos como las modestas fiestas patronales de mi pueblo o los de los alrededores. Siempre preferí acostarme al anochecer y levantarme con la luz del sol para dar uno de mis habituales paseos por el bosque que el médico me recomendó realizar a diario durante toda mi vida para que la debilidad de mis huesos no derivara en una dolencia todavía peor que me mantuviera postrado en el lecho. Mi estado de salud tampoco daba para más y enfoqué mi vida hacia la tranquilidad y la lectura, el motivo principal por el que mis vecinos me consideraron siempre un bicho raro que no hablaba de mujeres ni bailaba ni bebía botellas de vino de un litro de un solo trago como ellos, pero supe guardar las apariencias en la medida suficiente como para que aquellos de los que me rodeaba pero que no entendían mi forma de ser no fueran más allá de considerarme diferente. Así conseguí que no repararan en detalles habituales en el pueblo, como el hecho de que nunca habían visto a una mujer de aspecto facilón saliendo de mi casa a horas intempestivas ni me había casado. Yo les habría explicado que cuando mi cuerpo necesitaba relajar tensiones, me acercaba a la capital y me amancebaba con alguna antigua compañera universitaria, pero nunca me preguntaron.

La modesta herencia de mis padres resultó útil para no convertirme en un esclavo más de la tierra a la que se sometían todos los de mi generación al no tener la posibilidad de escoger su propio futuro, y estudié traducción de textos franceses en la universidad hasta obtener el título y ser aceptado como traductor literario en una editorial especializada en la introducción de las grandes obras del país vecino en España cuando en aquel rincón del país nadie había oído hablar de Descartes, Flaubert o Sartre, y si les preguntabas identificaban aquellos nombres tan extraños con el de algún futbolista recién fichado por los equipos de la capital. Tras la Guerra y sus lamentables consecuencias aquel empleo se convirtió en un camino para ganarme la vida a duras penas mientras veía pasar a los grandes terratenientes del lugar en lujosos carromatos con su cohorte de sirvientes corriendo detrás del amasijo de madera pintada con ruedas adosadas más estridente que un carpintero pudiera fabricar, aquellos que acumulaban posesión tras posesión y como es bien sabido, el hombre que tiene poder, lo que ambiciona es más poder. Los mojones se habían preocupado de contratar los servicios de una veintena de sicarios venidos desde Madrid y era aquella superioridad numérica la que les confería en el pueblo el estado de intocables.

Pero yo no había nacido para ser un labriego ni era especialmente diestro a la hora de cerrar negocios. Tampoco disponía de recursos económicos y materiales como para comprar una parcela de abedules que poder talar y convertirlos en listones de madera que vender a las fábricas especializadas, así  que me conformaba con la media docena de ejemplares originales que me llegaban por correo cada tres o cuatro meses desde Madrid y ponía todo mi empeño, durante largas horas, días y semanas, en adaptar al español de la mejor manera posible los textos franceses a menudo escritos por un autor alejado del ámbito lingüístico de la capital de aquella nación y que por tanto empleaba una forma dialectal de ese idioma mucho más difusa y plagada de localismos que en los escasos diccionarios que circulaban por aquella época no aparecían, y me veía obligado a echar mano de toda mi creatividad para traducir algunas frases cuyo significado no se correspondía con el desarrollo general de la obra si las tomaba palabra por palabra. Era una simple cuestión de agudizar el ingenio y, en algunos casos, de que el editor de la empresa aún sabía menos francés que yo y las traducciones que le entregaba acababan directamente en el daguerrotipo sin ser revisadas por lo que debería haber sido un equipo de correctores del que no disponían debido a las estrecheces económicas de la época y de que la mayoría de los libros que traducía acababan guardando polvo en las estanterías de las universidades que los compraban y no llegaban al gran público que, durante aquellos años y décadas, tenían mejores cosas que hacer que gastarse cinco pesetas en una obra de Sartre cuando en casa había seis bocas que llenar de alimento y no se cobraba un estipendio económico por el trabajo realizado. A menudo las gallinas, cochinos y terneras más débiles de las dehesas o incluso afectados por enfermedades propias de los animales eran sacrificados prematuramente y con el cuerpo descuartizado de una vaca por el matarife, toda la servidumbre de un ganadero comía durante una quincena.

Sin embargo no escribo estas líneas para hablar de mí, ya que el devenir de mi vida no es merecedor de que nadie malgaste unas cuantas horas en leer un renglón tras otro, sino para denunciar anónimamente la situación de una persona muy querida en este pueblo y que durante muchos años vivió un auténtico calvario. Como ya os he comentado, las mujeres de la comarca llevaban desde dos o tres siglos atrás, una vez terminado el feudalismo que en algunos rincones de España se prolongó por más tiempo que otros, e instituido por la Iglesia Católica el sacramento del Matrimonio para mitigar el amancebamiento de las clases más humildes y evitar que padres e hijos retozaran en el mismo lecho como hasta entonces era moneda de curso legal, dedicándose a casarse con los hombres del mismo pueblo o los alrededores y detalles como el ajuar, la dote y las herencias acordadas eran moneda de cambio común en aquellos matrimonios que parecían más un compromiso legal entre dos familias con intereses económicos similares que una manera de plasmar el amor entre dos personas, como yo ingenuamente había creído siempre que se trataba. Quizás por eso nunca me casé ni conviví con una mujer que alegrara mis noches y pariera criaturas débiles como yo, a pesar de que no faltaron candidatas entre algunas mujeres casaderas del pueblo que preferían las buenas maneras en la mesa y en el lecho antes que la rudeza en el trato hacia ellas, y esas eran dos de mis cualidades, aunque como ya os he dicho no sirvieron para formar una familia tradicional. Yo era una excepción entre aquella manada de mentes primitivas y ninguna consiguió que me pusiera una levita y soportara una hora en la iglesia para decir unas palabras previamente escritas mientras contemplaba a un anciano disfrazado declamando latín de espaldas a nosotros con los brazos extendidos. No me interpretéis mal, no tengo nada en contra de la Iglesia Católica y admiro a los que creen en algo que yo no soy capaz de percibir, e incluso mantuve a lo largo de los años interesantes tertulias con sus miembros ya que siempre me atrajeron los denominados dogmas, en los que no podía creer como hombre cultivado que traducía a científicos que interpretaban el origen de la creación de una manera incompatible con el hecho de creer en algo solo porque una persona ataviada con unas vestimentas ridículas que proclamaba la pobreza de la Iglesia desde un palacio y que había sido elegido haciendo creer a los fieles allí congregados que por aquella chimenea salía humo blanco porque era la elección correcta cuando lo que sucedía era que al quemar las papeletas con los votos añadían no sé qué producto químico para blanquear el humo afirmaba que la Iglesia lo establecía y así debía llegar al creyente. Pero aquellas pequeñas luchas de ideologías en las que yo intentaba entender conceptos como el de la Santísima Trinidad en los que tres entidades antropomórficas se convertían en una sola siempre se celebraban delante de una cerveza y con ánimo distendido y ni mis interlocutores ni yo cometíamos el error de intentar convencer al otro de que nuestra postura era la correcta. Cada uno vivía su vida según sus ideales o lo que sus antecesores les habían enseñado, aunque ahora que vuelvo a recordar aquellas tertulias, es posible que si el párroco de la zona hubiera sido un hombre de un talante diferente al que durante treinta años fue asignado al pueblo, la proclamación de mis ideas me habría costado algún disgusto. Alabo y agradezco su discreción y su paciencia conmigo, ya que bien podría haber dado parte de mí a la policía porque mis ideas se acercaran más a las de Darwin que al Concilio Vaticano II, pero aquel sacerdote nunca pretendió ejercer una labor de proselitismo conmigo a pesar de que formaba parte de su trabajo y prefería la amistad de un hombre siempre razonable y de su misma formación que no llevaba una navaja en algún escondido rincón de su atuendo, antes que una conversión a su fe que sabría que nunca conseguiría.

1 comentario:

  1. Venga, estoy esperando al tercero. Entro tarde, pero acabo leyéndote, que lo sepas.

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