Llegó al sillón del que
dicen es el hombre más poderoso del mundo. Esta afirmación no es cierta. El
propio Putin, presidente de Rusia, tiene más poder que él. ¿Un ejemplo? Veta
todas las resoluciones de la ONU que le da la gana y así deja a esa organización,
cada vez con menor sentido porque no ejerce una autoridad real, atada de pies y
manos. O el presidente chino, que hace exactamente lo mismo en cuanto considera
que pueden perjudicarse los intereses de su país. Ambos tienen más poder que
Obama. Y algunos empresarios, entre los más ricos del mundo, también deciden
más que él.
Y ese es el problema de
Obama. Tradicionalmente, la política interior estadounidense la ha decidido el
Senado, que para eso está, no como el nuestro, colección de barrigudos que se
llevan siete u ocho mil al mes ejerciendo de figuras decorativas. Obama tiene
que preocuparse de la política exterior, es decir, de ejercer de guardián
oficioso del planeta. Como decían en una serie de televisión centrada justo en
la figura del presidente de USA, un presidente no hace amigos nuevos, por lo
que tiene que preocuparse de conservar los que ya tiene. Es inimaginable
contemplar a Obama manteniendo una conversación telefónica con el presidente de
Corea del Norte, por ejemplo. Aunque se sabe que se mantienen contactos
periódicos con Cuba, probablemente por suavizar el embargo comercial que ya
cumple varias décadas y tiene al país en la miseria. Pero tampoco han hecho
gran cosa los cubanos por mitigarlo. Y si el embargo se ha suavizado, ha sido de una manera testimonial. Aunque tienen razón en una de sus quejas:
tras legislatura y media larga de Obama, no ha cumplido su promesa de cerrar
Guantánamo, vergüenza donde las haya de todas las prisiones, aunque
curiosamente no aparece entre las diez prisiones más peligrosas del mundo según
un artículo publicado recientemente. Lo que no es de extrañar. Todos hemos visto imágenes de la prisión. Tal y como tienen a los presos, difícil escaparse o provocar motines.
Obama, durante sus años de
gobierno, ha tenido un gran triunfo y un gran fracaso. Pero solo uno y uno.
Escaso bagaje para un presidente de Estados Unidos que ha dispuesto de dos
mandatos. Su gran triunfo fue más a nivel internacional, es decir, de imagen,
que efectivo en su país. Consiguió una cobertura sanitaria parcial para 40
millones de americanos que no la tenían. Y cuando digo parcial, no me refiero a
una resonancia magnética. Me refiero a que sean atendidos, algo que antes no
sucedía, y les receten una aspirina. Pero tuvo que vender su alma al diablo a
cambio. No le quedó más remedio que acordar multitud de tratos con los
republicanos para que le dieran su voto. Y no queda claro si esos tratos, esas
prebendas, costaban más que el proyecto que quería sacar adelante. Un segundo
intento pretenderá dar cobertura sanitaria a otros 20 millones, pero ni lo
conseguirá ni le dará tiempo antes de que acabe su mandato.
Su gran fracaso, como el de
otros tantos dirigentes mundiales, es el empleo. El empleo neto, es decir,
aquel que resulta después de que cuadren las grandes cifras macroeconómicas
como la evolución del Producto Interior Bruto, la confianza empresarial, el
déficit comercial o la balanza de pagos de la nación, y todas ellas lleguen a
la microeconomía, es decir, a la concesión de créditos por los bancos y la
llegada de nuevos empresarios (más o menos lo mismo que pasa aquí). A pesar de
que la Reserva Federal inyecte mensualmente miles de millones de dólares en el
mercado para fomentar esta actividad porque al país le interesa mantener un
dólar muy barato con respecto al euro para las exportaciones, su gran rival. Para crear empleo,
Estados Unidos necesita al menos un 4% de crecimiento del PIB, y lo cierto es
que no llega a esas cifras ni de lejos. También hay que tener en cuenta la
coyuntura mundial: el desempleo es abrumador, las empresas no venden sus
productos y por tanto Estados Unidos no recibe ingresos por exportaciones ni
por el consumo interno de sus ciudadanos, que esperan tiempos mejores y guardan
sus dólares bajo la almohada. Clavadito a España.
Su llegada fue una
revolución para lo que había sido la historia de los presidentes
norteamericanos: más negro que blanco, con una imagen inicial impecable después
de la ultraconservadora familia Bush e intentando llevar a cabo una nueva
política de aperturismo hacia el mundo islámico, siempre tan enemigo de los
Estados Unidos. Pero lo cierto es que nada de ello le sirvió. Pasado el efecto
de imagen que consiguió al principio y después de ese vergonzoso, lamentable e
indigno Premio Nobel de la Paz que le concedieron, Obama ha dejado de ser una
figura importante. Los países islámicos siguen sin querer saber nada de él,
empezando por Irán, que es quien corta el bacalao en la zona, y sus misiones en
Afganistán, Pakistán, y los rescoldos de la intervención en Irak no han servido
absolutamente para nada. Pasará a la historia por haberlo intentado, pero no
por haberlo conseguido.
Sus propios conciudadanos
están deseando que termine su mandato y que su sucesor, John Kerry o la misma
Hillary Clinton, hagan borrón y cuenta nueva. Con esta última mantenía una
relación excelente, pero en los últimos tiempos se han distanciado
notablemente. Hablan tanto de mala relación personal como de la ambición de
Hillary por aspirar a la Casa Blanca. Y con el bajísimo índice de popularidad
de Obama hoy por hoy, cuanto más lejos, mejor. Los norteamericanos están hartos
de las excentricidades de Michelle Obama y de la falta de liderazgo del
presidente. Los conflictos de Ucrania y el nuevo estado islámico entre Siria e
Irak ya deberían estar resueltos. Por no hablar del vergonzoso intercambio de misiles
entre Israel y los palestinos. Más fracasos en su haber.
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