No
me he olvidado de la primera vez que fui. Debía tener unos catorce años, allá
por 1986, y mis padres y mis abuelos me habían dado permiso para hacerlo.
Todavía se hacían esas cosas. Dar permiso por parte de tus mayores. Qué pronto
se olvida lo bueno. Yo no sabía muy bien de qué iba el tema porque llevaba un
par de años viniendo de vacaciones, pero mis amigos de por aquel entonces me
decían que me lo pasaría muy bien y que, con el calor que hacía, volvería a
casa bien fresquito y necesitado de una ducha. Y así fue. Salir poco antes de
las 12 del mediodía de casa y, cuando la fiesta ya no daba para más, volver a
casa, una buena ducha, a comer con la familia y, si apetecía, una siesta para
salir por la tarde a última hora.
La
historia reciente nos dice que la fiesta del agua de Villagarcía de Arosa empezó
a principios de los años ochenta. Sacaban a San Roque en una especie de
procesión que no era tal, con la banda municipal tocando el pasodoble “Triunfo”
a toda velocidad y la gente detrás del santo, vestidos todos con las ropas más
ligeras, que no es lo mismo que decir medio desnudos, esperando a que llevaran
hasta su capilla al que ya llamaban el Santo más marchoso de Galicia. Como si
semejante apelativo describiera a un mártir. Pero no hablaremos de religión,
¿verdad? Eso no le gusta a la gente.
Por
el camino, las temperaturas que se alcanzaban superaban los treinta grados, y
de repente, a una de esas preclaras y anónimas mentes que participaban de la
fiesta, se le ocurrió que, para mitigar el calor, los vecinos de las calles por
las que pasaba el Santo a toda velocidad podían ser tan amables y enrollados de
echar agua por los balcones. Los vecinos se apuntaron a la idea, y empezaron a
caer cubos, palanganas, incluso mangueras.
Así
empezó la fiesta del agua. Yo estaba allí. Podría hablar de multitud de
aspectos negativos que para mí suponen la fiesta hoy en día, pero creo que no
hace falta más que un vilagarciano pasee por la playa de la Compostela la
mañana siguiente para darse cuenta de las consecuencias de la fiesta del agua
actual. O los médicos y enfermer@s del hospital del Salnés que esa noche tienen
la desgracia de servir en las urgencias nocturnas. Todo ello habla por sí solo.
Tan
solo mencionaré un detalle del que me di cuenta el mismo sábado cuando
acompañaba a mi hermana a la estación y veía manadas de chavales esperando para
coger el tren de vuelta a Santiago, a Pontevedra, algunos a Vigo. Me fijé
largamente en la mayoría de ellos, y pocos, muy pocos, alcanzaban los dieciocho
años. Y llevaban en Villagarcía desde las seis o las siete de la tarde del día
anterior. Para mí ya es un detalle significativo. Los tiempos han cambiado, sin
duda, pero me parece fuera de toda lógica, de raciocinio y de falta de moralidad
que un padre permita que su hijo de dieciséis años salga de su casa en Santiago
a las cinco de la tarde para ir a una fiesta en Villagarcía de Arosa, cuarenta
kilómetros al sur, y no vuelva a casa hasta el día siguiente a última hora de la
tarde. Justo para meterse en cama. ¿A alguien más que a mí le parece
intolerable?
Sin
embargo, no se trata de eso. Recuerdo mis fiestas del agua cuando era
adolescente. Iba con mis amigos, nos poníamos delante de una manguera para que
nos empaparan, incluso cuando se decidió poner los camiones de bomberos en la
Plaza de Galicia nos quedábamos allí la mayor parte de la fiesta y recibíamos
los correspondientes chorros, íbamos de una calle a otra dentro de la
considerada como “zona húmeda”, que se circunscribía a unas cuantas calles del
centro de la ciudad y hoy toda Villagarcía es zona húmeda, y cuando llegaban
las dos y media de la tarde, minuto antes minuto después, volvíamos a casa y se
había terminado la fiesta. Pero volvíamos contentos. Nos habíamos divertido,
habíamos pasado un rato juntos y habíamos cumplido con nuestro objetivo
mojándonos hasta la ropa interior.
Para
mí empezó a degenerar, unos años después y ya cumplida la mayoría de edad, la
primera vez que vi en la baldosa a una chica, a la que no calificaré, subida encima
de su chico, con los brazos en cruz, la boca absolutamente abierta y, desde el
segundo piso de uno de los bares de la zona, alguien había tenido la ocurrencia
de abrir una botella de vino y empezar a derramarla y probar su puntería para
ver si acertaba en la boca de la chica. Y lo hacía. La muchacha bebió todo el
vino que quiso. Eso ya no era la fiesta del agua. Era la fiesta del “hacemos lo
que queremos y que alguien intente detenernos”.
Pero
volvamos a ese detalle. Faltaban unos minutos para que llegara el tren con
destino a la estación de Vigo-Guixar. Había al menos cien muchachos esperando
por ese tren, y por otros. Teníamos tiempo antes de que llegara el ferrocarril,
y empecé a mirar los rostros de los muchachos antes de que se apelotonaran para
entrar en el tren, a pesar de que era uno de esos con reserva de billete y no
iban a entrar sin pagar. No importa. Lo que sí me importa es que no me recordaban
la cara de felicidad y diversión con la que mis amigos y yo volvíamos a casa en
los años ochenta. Una diversión sana, sin pensar en nada más que mojarnos.
Aquellos chavales de la estación, un simple reflejo de lo que sucedía en todo
el pueblo, estaban completamente destrozados. No había alegría en sus rostros.
No había una sana diversión.
No
había alegría en sus rostros porque habían acudido a una fiesta a la que ya
llaman la madre de todas las fiestas de Galicia, un apelativo absolutamente
ridículo, pero es muchísimo lo que ha crecido la fiesta en veinte años. De mil
o dos mil personas que podíamos estar allí hace casi treinta años, ahora pueden
ser veinte mil o incluso más. Y habían acudido, por ejemplo, porque el nombre
de la ciudad había alcanzado el Trending Topic de Twitter. Solo fue durante un
rato, pero había que leer las barbaridades que ponían los que se dirigían a la
fiesta. Muchos colgaban fotos en los trenes de camino, ya con las botellas en
la mano o aún preparadas para dar cuenta de ellas, una tras otra, a lo largo de
la noche. No importaba que llegaras al momento decisivo, el momento en el que
se inicia la fiesta, con semejante borrachera que no supieras dónde estabas.
Importaba que estuvieras allí y pudieras sacarte un selfie ya en Villagarcía.
Estabas donde estaba la diversión oficial.
Tampoco
había alegría en sus rostros porque lo que había era puro agotamiento y ganas
de coger la cama para descansar, por supuesto, pero también para dormir la
mona. De hecho, durante los minutos que mi hermana y yo permanecimos esperando
el tren, se produjeron enfrentamientos entre jóvenes absolutamente ebrios o
colocados que los efectivos de la afortunadamente reforzada seguridad de la
estación evitaron que pasaran a mayores. Lo que hemos definido siempre como “pasado
de vueltas”, se hacía presente entre aquellos chavales. No supimos por qué se
produjeron los incidentes, pero sí escuchamos las lindezas que se dedicaron los
unos a los otros.
No
olvidaré mencionar el estado del suelo del aparcamiento de la estación.
Resultaba imposible contar el número de botellas, vacías, rotas o enteras, que
descansaban entre los coches. Prácticamente tenías que hacer equilibrios entre
el aparcamiento y la puerta de entrada a la estación. Y si en la puerta de
entrada a la estación se encontraban en plena pelea, ya me dirán…
Solo
son algunas pinceladas de lo que vi el sábado por la mañana. Cuando empieza la
fiesta. La tarde del día anterior, sobre las cinco, y después de tomarme un
refresco en un bar y salir del mismo, ya vi a los primeros grupos organizados.
De los que estampan una camiseta con cualquier mensaje referente a San Roque. Y
de los que van, cada uno de sus miembros, cansados porque llevan en cada mano
una bolsa de plástico blanca, convenientemente opacada, atiborrada de todo tipo
de bebidas alcohólicas y a lo mejor una Coca-cola para acompañar. A las cinco
de la tarde, y ya con un clarísimo objetivo: todo lo largo y ancho de la playa
de la Compostela. Es el botellón del año para todos los jóvenes y menos
jóvenes, y la mañana siguiente de la fiesta, solo hay que dar un paseo por toda
la extensión del paseo marítimo para darse cuenta de la magnitud de lo que ha
sucedido allí durante las horas previas. Yo creo que hay gente que ni siquiera
llega a ver al Santo dando saltitos rápidos ni a probar una sola gota de agua.
Como ya he dicho, es el botellón del año en la provincia de Pontevedra y nadie
quiere perdérselo.
Clausurar
la fiesta del agua es imposible. Y, de alguna manera, injusto. No todo el mundo
está podrido y llega hasta el pueblo para beber hasta que el cuerpo no te deje
más y lo eches todo por la boca o te conviertas en un zombi andante. A muchos
les sigue gustando empaparse de agua y rendir homenaje, aunque sea de una
manera tan prosaica, a San Roque, uno de los Santos más populares de toda
nuestra geografía. Pero sí debería haber medidas añadidas de seguridad para la
tarde anterior. A partir de las cuatro. Cualquier tienda de licorería, cerrada.
Supermercados, cerrados. Y en un bar no te van a vender una botella de vodka
por diez euros. O sí. Depende de la integridad moral del propietario quien,
como mínimo, debería pedir la documentación antes de servir alcohol para
llegar. En las calles, toda la policía disponible, yendo a por los grupos de
chavales que no han cumplido ni catorce años y ya llevan docenas de botellas de
alcohol. ¿De dónde coño las han conseguido? ¿Quién se las ha vendido?
Incautarían cientos de botellas, incluso miles. Nos ahorraríamos unos cuantos
comas etílicos y yo incluso iría más allá, pidiéndoles la documentación y citando
a sus padres en comisaría. Multazo por cada botella de alcohol que lleve encima
un crío de trece años. ¿Qué pasa con los padres hoy día?
Esta
no es la fiesta del agua que yo conocí. La fiesta del agua actual es el día en
el que, la noche anterior y hasta las cuatro o cinco de la tarde, todo vale. No
hay ley en Villagarcía, y si no se producen más incidentes es porque los
participantes van a su rollo, no con la navaja en la mano. Poco mérito hay que
darle a la policía y a la organización. Ellos se escaquean todo lo que pueden
porque son treinta contra veinte mil, y así poco se puede hacer. Pero sí se
pueden cambiar los planteamientos. La juventud al poder es una juventud
anárquica, que hace lo que le viene en gana y que no se impone a sí misma unas
normas de estricto cumplimiento. A mí me gustaba la fiesta del agua cuando ibas
a mojarte. No esta barbaridad en la que se ha convertido en los últimos años.
Pero
como ya he dicho, el 90% del problema no se encuentra en las dos horas exactas
que dura la fiesta. El problema ha aparecido cuando la noche anterior ha pasado
a ser más importante que la fiesta en sí.
Un
último dato: deben ser docenas, por no decir cientos, las personas que dos o
tres días antes de la fiesta del agua abandonan Villagarcía para no volver
hasta dos o tres días más tarde. Yo estoy por hacer lo mismo. Es el día más
importante para los hosteleros de la comarca, pero es eso. Un día. ¿Con las
ganancias de un solo día pueden pagar a un camarero para todo el año? No están sirviendo
cafés, están vendiendo bolsas como las de cotillón de Nochevieja, pero llenas
de todo tipo de botellas. Ellos también participan de esta barbaridad en la que
se ha convertido la fiesta del agua.
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