Algunas veces me han
preguntado si soy de izquierdas o de derechas. Como una diferenciación para
saber cómo tratarte o, según la respuesta, para criticarte. Ambas cosas me
parecen una estupidez.
Yo no soy ni de izquierdas
ni de derechas. Políticamente hablando, todo se resume a si eres del PP o si
eres del PSOE e Izquierda Unida. Lo de Podemos no deja de ser una estúpida moda
pasajera y Rosa Díez no tiene ni tendrá nunca entidad política como para
considerarse una alternativa. Yo no me caso con nadie. Ninguno de ellos viene a
mi casa a ofrecerme trabajo o a regalarme un coche. El trabajo me lo busco yo y
el coche lo compro yo fruto de lo anterior.
Sin embargo, esa pregunta
merece una reflexión. ¿Qué tienen las izquierdas y las derechas? No tardan en
surgir ideas sobre ambos bandos, porque eso es lo que son. A los de la derecha no
le gustan nada los comunistas reciclados, y los izquierdistas tienen una idea
muy clara de qué significa la derecha.
Los de la derecha, aunque
hayan pasado más de treinta años, siguen siendo los herederos del régimen
anterior. Por tanto hoy por hoy son los hijos de los que estaban cuando murió
Franco. Simple y pura lógica. Sus papás ya están muy viejos. Los herederos de
Franco, los fachas, los clasistas, los enemigos del proletariado y mil
adjetivos peyorativos más que no vale la pena mencionar. Sin embargo la
izquierda es lo moderno, lo que está de moda, lo que cae bien en todas partes y
lo que se afirma henchido de orgullo.
Pues ni una cosa ni otra.
Hace un tiempo salí a dar
una vuelta con una chica a la que acababa de conocer. Esta muchacha, que se
acercaba a los cincuenta años, era muy conocida en el pueblo porque trabajaba
como funcionaria de la Sanidad en la administración local, y de camino a
nuestro paseo, le pararon muchas personas por las calles para charlar durante
unos minutos. De entre todas las personas que lo hicieron, me fijé en una muy
particular: una joven morena y muy atractiva, con el pelo muy largo, y
acompañada ella sola de cinco muchachos, más o menos de la misma edad y que más
o menos querían hacer lo mismo con ella. Iniciaron una breve conversación y de
repente la joven, que no tendría más de veinte años, aprovechó la mínima que se
le presentó para hablarle a mi acompañante ocasional de la falta de valores de la
sociedad actual.
Mi acompañante no tenía
muchas ganas de escucharla, así que optó por decirle que sí a todo y despedirla
porque tenía que marcharse y porque, lógicamente, estaba conmigo. La joven nos
miró a los dos como si fuéramos dos conocidos casuales que nos dirigíamos a
casa de uno de los dos para mantener un encuentro íntimo. Su rostro de
desprecio fue realmente abominable, hasta el punto en el que, si mi acompañante
no me coge del hombro y me saca de aquella calle, me hubiera dirigido a aquella
muchacha para preguntarle si tenía algún problema.
Aquella joven no tenía por qué
ser ni de izquierdas ni de derechas, pero lo peor fue esa mirada inquisidora
que nos dirigió cuando mi acompañante le dijo que teníamos prisa. “¿Prisa para
qué?” Debió pensar. “¿Para echar un polvo fuera del matrimonio?” Pues no iban
por ahí los tiros. Dimos un paseo y después cada uno se fue a su casa, pero, ¿y
si hubiera sido exactamente lo que ella pensaba? ¿Algún problema con eso?
La izquierda es,
fundamentalmente, activa. Cuentan con ese rastro, ese poso, de que son los
perdedores de la Guerra civil y los maltratados durante la dictadura y todavía
se aferran a esa situación histórica pasada de época cuando la derecha le
discute sus teorías y no saben por dónde salir. Recuerdo ahora aquel discurso
del fallecido socialista Ernest Lluch, que fue interrumpido por unos de esos a
los que ahora llaman radicales hasta el punto de obligarle a callarse. Cuando
el energúmeno se cansó de insultar a toda su familia y se calló, antes de que
le echaran, Lluch pronunció una frase de esas que quedan para la Historia: “No
comparto sus ideas, pero en esta democracia moriré para defenderlas si es necesario”.
La derecha, sin embargo, es
mucho más pasiva. Es clasista y es jerarquizadora. En la derecha no veremos a
un muchacho de treinta años como número dos del PP, porque ellos mismos se
tapan y se eligen a sí mismos. A mí no es que me apasione Pedro Sánchez. Me
parece el mismo caso que Susana Díaz, la que hace de presidenta de la Junta de
Andalucía. El primero aún no ha tenido tiempo de asentarse y todavía basa su
nueva jefatura del PSOE en una campaña de imagen pura y dura. De la segunda,
mejor no hablar. Ya ha cumplido un año como presidenta, y todos los analistas
políticos coinciden en un par de cosas: la primera, que no ha hecho
absolutamente nada desde que es presidenta. Marketing e imagen. Nada más. Y la
segunda, quedar como una cobarde ante la primera discrepancia con sus socios de
gobierno, los de Izquierda Unida, que por tocar pelo, es decir, arañar una
cuota de poder allá donde sea, son capaces de aliarse desde el PP hasta Amaiur
para conseguir una concejalía o un escaño. A la primera amenaza de romper el
pacto de gobierno y el fantasma de una moción de censura en el parlamento
andaluz, se ha bajado los pantalones y ha cedido. Y así hará durante toda la
legislatura.
Para mí, Izquierda Unida,
con sus dos voces cantantes, Cayo Lara y Gaspar Llamazares, son lo peor de este
país. Dos individuos que en todos los años que llevan como políticos no han
ofrecido una sola idea útil para el desarrollo del país, y además se limitan a
cobrar puntualmente de sus escaños como diputados y asegurarse una jubilación de
oro y diamantes. Dos comunistas que vivirán su retiro como si fueran ricos. Paradojas
que solo se dan este país ya que, en la madre patria, es decir Rusia, por muy
ex comunistas que sean, los más ricos del país también están en el gobierno,
como el mismo Putin, oligarca de gas y petróleo. Pero ¿no eran comunistas?
Por tanto, izquierda y
derecha son dos caras de la misma moneda. Yo paseo por mi pueblo y veo cómo
está. Gobierna un alcalde del PP, elegido porque solo había dos candidatos, el
otro no gustaba a nadie y se conformó con que le dieran el puesto de jefe de la
autoridad portuaria. Debe cobrar más que el propio alcalde. Pero mi ciudad está
hecha un desastre, y a mí no me sirve que digan que no tienen dinero en caja.
Pidan créditos. La situación ya no está como en 2011 o 2012, con el país al
borde de la quiebra técnica. Pueden volver a endeudarse, sobre todo si suben
los impuestos como lo están haciendo. El IBI, ese impuesto que se paga por el
derecho a ser propietario de un piso, se va a multiplicar por dos hasta 2019.
Mi madre, que cobra 649 euros al mes como pensionista, en 2019 tendrá que
dedicar una sola de sus pagas para pagar ese impuesto.
Qué quieren que les diga. Yo
no voto a un alcalde que le hace eso a mi madre.
Se está hablando mucho de la
reforma de la Constitución. Yo estoy a favor porque tiene 36 años de vida, y a
España la han girado del revés desde entonces. Hay que actualizarla. Pero si
durante aquel 1978 los grupos políticos fueron capaces de sentarse en la misma
mesa, olvidar sus diferencias y llegar a acuerdos sobre lo más fundamental para
nuestra convivencia, ¿creen ustedes que los actuales líderes políticos harían
lo mismo? ¿Ven ustedes a Artur Mas poniéndose de acuerdo con Mariano Rajoy
acerca de los nuevos privilegios que debería tener Cataluña? ¿A Íñigo Urkullu y
Rosa Díez?
Imposible. Sobre todo,
porque todos los convocados para reunirse en esa mesa, harían algo que no
podrían evitar: intentar sacar tajada política de su presencia en esa mesa. ¿Se
imaginan a un representante de Podemos intentando actualizar la Constitución?
Tiemblo solo de pensarlo.
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