viernes, 18 de julio de 2014

NO LE LLAMEIS PADRINO. LLAMADLE FERNANDO




¿Os acordáis de los malos tiempos? No, no los que estamos viviendo ahora. La mayoría ni siquiera habíamos nacido cuando los que nos precedieron lucharon por sacar adelante, sin ir más lejos, a nuestros padres. Los malos tiempos fueron aquellos en los que apenas había ciudades, carreteras, y no se veía ninguna estela de un avión con motor a reacción, y en los pueblos, muchos salían adelante con una hogaza de pan mohíno como única comida diaria, con medio tomate casi podrido, con mucha suerte el fondo de una botella de vino que alguien con mejor vida había desechado.
No podéis acordaros de los viejos tiempos. Aquellos en los que muchas personas, afligidas porque no podían dar de comer a sus hijos, bajaban de sus cabañas, de sus aldeas, del monte agreste, salvaje y rodeado de pastos y cabezas de ganado, para suplicar por la vida de los hijos que engendraban pero no podían mantener alimentándolos solo con un pequeño cuenco de leche recién ordeñada. De aquellas personas que, ante la insoportable depresión económica y la supervivencia como única finalidad en sus tristes vidas, vagaban de pueblo en pueblo, recorriendo un sinfín de kilómetros cada día, para encontrar un jornal que llevarse a las manos. Tan solo precisaban de un trabajo, cualquiera, para ese mismo día, a cambio de un plato de sopa, de agua caliente con unas verduras rehogadas, una bala de paja para dormir en las cuadras con los animales y entrar en calor durante las gélidas noches de invierno. Y mañana Dios dirá. No podéis acordaros.
Pero vuestros padres y abuelos, los que aún se acercan a vosotros con sus vidas cumplidas para recibir una muestra más de afecto por vuestra parte y aprovechan para contaros una de sus historias de cuando la guerra para que no olvidéis que hay acontecimientos que no deberían repetirse jamás, sí se acordarán de que, llegando a ese pueblo, no tenían más que preguntar por él. Llegaban hambrientos, con la mirada perdida por la miseria de sus vidas, harapientos y con los pies rotos de tanto buscar el sustento, el trozo de pan que llevarse a la boca, y con mucha fortuna una habitación, un rincón en una buhardilla con un jergón para pasar la noche después de haber trabajado de sol a sol. Y orgullosos de haberlo conseguido. No aspiraban a más. En aquel pueblo del que habían oído hablar desde muy lejos con esperanza, sí. Allí vivía una persona a la que no tenías más que visitar con la gorra entre las manos. Una persona distinta, piadosa, considerada y amable como pocas. De esas personas que te ofrecen esperanza nada más verla y te pones a su disposición inmediatamente para que te ofrezca las palabras mágicas: “tengo algo para ti si quieres trabajar”. Llegabas allí, os mirabais a los ojos y pensabas: “Esta vez he tenido suerte. Gracias a este buen hombre,  hoy podré comer. Que Dios le bendiga”. Al cabo de un rato, a primera hora de la mañana estabas picando el suelo para su posterior cultivo, intentando arreglar la rueda astillada de un carromato o apartando los árboles caídos en el camino durante la tormenta del día anterior y que hacían imposible transitar por él.
Pero mientras trabajabas con el mayor de tus empeños, te dabas cuenta de que aquel día no habías tenido suerte. La suerte no existe cuando persigues tu objetivo con ahínco. Sin renunciar un solo segundo a vivir la vida y a abrir los ojos una vez más la mañana siguiente después de haber cumplido con creces la jornada anterior. Aquel día, sencillamente, le habías conocido. Y él había encontrado algo para que aquella noche pudieras cenar y dormir. ¿Cuántos fueron los que acudieron a él pidiendo ayuda, los que fueron recibidos con un gesto amable y satisfecho de poder ayudar a uno más? Nadie lo sabe. Y nadie puede llevar la cuenta. Porque las cuentas no son importantes. Lo importante son los corazones agradecidos y la buena voluntad de las personas. Él llevo ambas cosas a muchos vecinos, muchos conocidos y un gran número de desconocidos que acudían al pueblo en busca de su ayuda. Y gracias a él, muchos pudieron sacar adelante a sus familias, a sus hijos pequeños, o incluso a sí mismos.
Me acuerdo de la primera vez que le vi. El país estaba inmerso en decisivos cambios que debían definir el futuro de todos nosotros. Yo era muy joven, un crío en realidad, aferrado a las faldas de mi madre y asustado ante personas desconocidas. Y los viejos tiempos ya habían pasado. Nadie quería recordarlos, y las personas vivían sus vidas con la esperanza de la cercanía de un futuro mejor que para muchos avanzaría con mayor rapidez de la que eran capaces de asimilar. Él se había jubilado, y muchos de los que habían sido agraciados con su conocimiento y su amistad, también. Pero otros éramos unos niños que recién iniciábamos nuestro largo recorrido por la vida. Y no sabíamos nada de hambre, de carestía y de falta de pan y agua. Recuerdo haber visto a un hombre fornido, no muy alto, como todos en su familia, y el beso que me dio en la mejilla cuando nos vimos y su sonrisa, amplia, sincera y benevolente al contemplar al fruto de una de sus personas más queridas. Lo primero que pensé al observar a aquel hombre fortachón e impecablemente vestido fue: “qué labios más grandes tiene este señor”. Su beso había sido suave, cariñoso, como una esponja que acaricia tu rostro durante unos segundos y te deja esa sensación tan confortable. Pero qué iba a decir yo, que unos años más tarde desarrollaría los mismos labios. Por algo somos familia, y yo me enorgullezco de heredar esos rasgos físicos.
¿Conocéis a muchas personas de las que nadie haya tenido una mala palabra hacia ellas en casi noventa años de existencia? Incluso aquellos que pasan la mayor parte de su tiempo obcecados en descubrir y repetir las malas artes de los demás para ocultar las propias, observaban, como mínimo un respetuoso silencio hacia él. Yo he conocido a muy pocas de esas personas, y la mayoría se han ido. Las generaciones actuales no han podido, o no han querido, alcanzar la cima en la que ellos plantaron su bandera, observaron la inmensidad de lo que habían dejado atrás y exclamaron orgullosos: “Ahí queda eso. Hacedlo mejor que nosotros”.
Yo las echo de menos, porque con esas personas, el mundo era un poco mejor. Vale más la pena vivir la vida sabiendo que la semilla está sembrada y solo hay que recogerla con el máximo cuidado y la mejor de tus voluntades para perpetuar la memoria de los que te precedieron y te miran desde donde quiera que estén, exigiéndote en silencio que mantengas el nombre de los tuyos en lo más alto. Como mi abuelo, y como Fernando. Dos de esos hombres de los que no encontrareis una réplica en los tiempos actuales, porque ya nadie pone a los demás por delante de sí mismos. Ellos lo hacían.
También recuerdo la última vez que le vi. Siempre se percibe como una visita incómoda porque sabes que uno de los tuyos, de los que ha estado ahí toda la vida, apaga la llama de su existencia poco a poco, porque aún no le ha llegado la hora o porque alguien quiere que dure un mes más, un día más, para evitar el sufrimiento de los que le van a perder durante todo el tiempo que sea posible. Se trata de la personificación de un recuerdo lejano para los que no pertenecemos a su generación, y nos parecen increíbles esos tiempos en los que una barra de pan tardaba dos horas en cocinarse y tenías para comer todo el día, para ti y para tu familia. Ahora muchos ni siquiera comen pan. Nos parecen tan increíbles que, si no nos los explican nuestros abuelos, nos costaría creer que, apenas setenta años atrás, sucedieran todas aquellas cosas horribles entre habitantes del mismo país. Entre familias, entre hermanos. Pero tenemos que hacerlo, porque así fue.
Recuerdo cómo subimos a su casa, con él ya postrado en su lecho de muerte y su esposa cuidando estoica y cariñosamente de él. Después de cincuenta años juntos, la devoción entre las personas que se aman desde el primer día que se vieron se convierte en un sentimiento que, en nuestros tiempos, las personas han dejado de conocer. Pero quizás aquel era uno de los escasos detalles maravillosos que nos han dejado los viejos tiempos. En aquellas residencias, por fin anónimas después de tantos años, en las que encuentras a dos personas que llevan juntas toda la vida y no sabrían que hacer la una sin la otra. ¿Habéis visto muchas casas, muchos hogares, en los que siempre haya gente, entrando y saliendo de visita? ¿En los que siempre haya niños correteando, despreocupados, felices, con una sonrisa que ilumina sus rostros? ¿Muchos hogares en los que se respire sosiego, paz con los demás y contigo mismo, tranquilidad, la satisfacción de las cosas bien hechas durante toda una vida y la alegría de haber ayudado a tantísimas personas que sabrán honrar tu memoria?
Sabes que tu trabajo ya está hecho y has cumplido con creces. Muy por encima de lo que se esperaba de ti, y, lo más importante, haciendo felices a los demás. Pasear por tu propio pueblo teniendo que saludar cada cinco metros a tus vecinos. Sabes que, treinta años atrás, ayudaste a sus padres a conseguir trabajo y poder establecerse como un vecino más. No puede haber mayor satisfacción en la vida que sentirte querido, mirar atrás y saber que has sido un ejemplo a seguir. Para los que te conocen y los que no. Los últimos años de tu vida son, sencillamente, un regalo que se te ha ofrecido porque lo mereces. Porque no debes ser llamado todavía. Porque los buenos deben marcharse lo más tarde posible. Sabes que tendrás un lugar de honor allá arriba. Todas esas sensaciones se respiraban en aquella casa. En aquel HOGAR.
Nunca olvidaré aquella escena propia de una película, cuando entramos en el dormitorio donde él consumía el tiempo que Dios quisiera otorgarle. Él descansaba, esperando con tranquilidad y sin  angustia alguna, a que llegara su hora, y su esposa le despertó para avisarle de que tenía visita. La última que podría hacerle su hermana mayor. Ella también esperaba, y sigue esperando, al último día de su vida. Al día en el que vuelva a reunirse con su marido, con sus hermanos. A menudo la vida es una ingrata espera. Yo me quedé al fondo de la habitación, respetando el momento, y en el fondo, alegrándome de que un familiar mío todavía siguiera con vida y aguantara porque alguien con más poder que él deseara ofrecerle ese regalo a su familia. El marido ha despertado una mañana más. El padre ha despertado una mañana más. El abuelo ha despertado una mañana más. El bisabuelo ha despertado una mañana más. Él advirtió las señales de su esposa, tumbado como estaba hacia el lado contrario de la puerta de entrada. Sin duda, recordando los buenos tiempos. Ver crecer a tus hijos, permanecer más de cincuenta años enamorado de tu esposa, cumplir con tus obligaciones y ayudar a los demás. Todo eso tiene que dejar un poso de felicidad y tranquilidad que pocos de los que vivimos los tiempos actuales alcanzaremos.
Su esposa le habló suavemente, como una voz de caramelo inundando la habitación. Tenía visita. Él se giró, ya con la enfermedad consumiendo su cuerpo, y se iluminó su rostro con la sonrisa de reconocer a su hermana la mayor, la primera de todas. No importaba que tus padres hubieran engendrado varias hermanas más. Cuando eres como él, te alegras de verlas a todas. Una alegría sincera, que yo mismo pude comprobar, con gruesas lágrimas resbalando por mis mejillas, ante la inigualable sonrisa de alegría de Fernando. ¿Os acordáis de esas imágenes de las que, aunque viváis ciento veinte años, nunca olvidareis y las recordareis como si hubieran sucedido un minuto antes? Pues esa sensación será la que me quede a mí durante el tiempo que me quede por vivir. Una sensación maravillosa.

Se reunieron muchísimas personas a la salida de la iglesia. Dentro de ella, no había espacio para una alma más. Incluso algunos de los presentes aguantaron estoicamente en la misma puerta de entrada sin poder ver nada porque los que les precedían les superaban en altura. Pero lo hacían por Fernando. Y Fernando lo merecía. Y aquellos que no estaban dispuestos a formar parte de la ceremonia, también esperaban con paciencia y cortesía a que terminara, y narraban numerosas anécdotas que el bueno de Fernando había protagonizado durante su larga vida.
Seguro que muchas de esas personas, tanto las que consiguieron un espacio en la iglesia como las que esperaron fuera, conocidas, amigas, familia, tenían algún antepasado al que Fernando ayudó a no morirse de hambre cuando cincuenta años atrás no tenían nada más que sus manos para poder sobrevivir. Silencio respetuoso y agradecido a su llegada, el mismo silencio a su salida. Cuántos agradecerían el haberle conocido. Entre ellos, yo mismo.
Hoy Fernando descansa, por fin, de una vida plena. De esas vidas a las que pocos pueden aspirar y que muchos de nosotros, los más jóvenes, contemplamos con admiración. ¿Conseguiremos alcanzar esa sensación de haber hecho las cosas lo mejor posible, como él las hizo?
Al menos, lo intentaremos. Descansa con los tuyos, Fernando. 

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