¿Os
acordáis de los malos tiempos? No, no los que estamos viviendo ahora. La
mayoría ni siquiera habíamos nacido cuando los que nos precedieron lucharon por
sacar adelante, sin ir más lejos, a nuestros padres. Los malos tiempos fueron
aquellos en los que apenas había ciudades, carreteras, y no se veía ninguna
estela de un avión con motor a reacción, y en los pueblos, muchos salían
adelante con una hogaza de pan mohíno como única comida diaria, con medio
tomate casi podrido, con mucha suerte el fondo de una botella de vino que
alguien con mejor vida había desechado.
No
podéis acordaros de los viejos tiempos. Aquellos en los que muchas personas,
afligidas porque no podían dar de comer a sus hijos, bajaban de sus cabañas, de
sus aldeas, del monte agreste, salvaje y rodeado de pastos y cabezas de ganado,
para suplicar por la vida de los hijos que engendraban pero no podían mantener
alimentándolos solo con un pequeño cuenco de leche recién ordeñada. De aquellas
personas que, ante la insoportable depresión económica y la supervivencia como
única finalidad en sus tristes vidas, vagaban de pueblo en pueblo, recorriendo
un sinfín de kilómetros cada día, para encontrar un jornal que llevarse a las
manos. Tan solo precisaban de un trabajo, cualquiera, para ese mismo día, a
cambio de un plato de sopa, de agua caliente con unas verduras rehogadas, una
bala de paja para dormir en las cuadras con los animales y entrar en calor
durante las gélidas noches de invierno. Y mañana Dios dirá. No podéis
acordaros.
Pero
vuestros padres y abuelos, los que aún se acercan a vosotros con sus vidas
cumplidas para recibir una muestra más de afecto por vuestra parte y aprovechan
para contaros una de sus historias de cuando la guerra para que no olvidéis que
hay acontecimientos que no deberían repetirse jamás, sí se acordarán de que,
llegando a ese pueblo, no tenían más que preguntar por él. Llegaban
hambrientos, con la mirada perdida por la miseria de sus vidas, harapientos y
con los pies rotos de tanto buscar el sustento, el trozo de pan que llevarse a
la boca, y con mucha fortuna una habitación, un rincón en una buhardilla con un
jergón para pasar la noche después de haber trabajado de sol a sol. Y
orgullosos de haberlo conseguido. No aspiraban a más. En aquel pueblo del que
habían oído hablar desde muy lejos con esperanza, sí. Allí vivía una persona a
la que no tenías más que visitar con la gorra entre las manos. Una persona
distinta, piadosa, considerada y amable como pocas. De esas personas que te
ofrecen esperanza nada más verla y te pones a su disposición inmediatamente
para que te ofrezca las palabras mágicas: “tengo algo para ti si quieres
trabajar”. Llegabas allí, os mirabais a los ojos y pensabas: “Esta vez he
tenido suerte. Gracias a este buen hombre, hoy podré comer. Que Dios le bendiga”. Al cabo
de un rato, a primera hora de la mañana estabas picando el suelo para su
posterior cultivo, intentando arreglar la rueda astillada de un carromato o
apartando los árboles caídos en el camino durante la tormenta del día anterior
y que hacían imposible transitar por él.
Pero
mientras trabajabas con el mayor de tus empeños, te dabas cuenta de que aquel
día no habías tenido suerte. La suerte no existe cuando persigues tu objetivo
con ahínco. Sin renunciar un solo segundo a vivir la vida y a abrir los ojos
una vez más la mañana siguiente después de haber cumplido con creces la jornada
anterior. Aquel día, sencillamente, le habías conocido. Y él había encontrado
algo para que aquella noche pudieras cenar y dormir. ¿Cuántos fueron los que
acudieron a él pidiendo ayuda, los que fueron recibidos con un gesto amable y
satisfecho de poder ayudar a uno más? Nadie lo sabe. Y nadie puede llevar la
cuenta. Porque las cuentas no son importantes. Lo importante son los corazones
agradecidos y la buena voluntad de las personas. Él llevo ambas cosas a muchos
vecinos, muchos conocidos y un gran número de desconocidos que acudían al
pueblo en busca de su ayuda. Y gracias a él, muchos pudieron sacar adelante a
sus familias, a sus hijos pequeños, o incluso a sí mismos.
Me
acuerdo de la primera vez que le vi. El país estaba inmerso en decisivos
cambios que debían definir el futuro de todos nosotros. Yo era muy joven, un
crío en realidad, aferrado a las faldas de mi madre y asustado ante personas
desconocidas. Y los viejos tiempos ya habían pasado. Nadie quería recordarlos,
y las personas vivían sus vidas con la esperanza de la cercanía de un futuro
mejor que para muchos avanzaría con mayor rapidez de la que eran capaces de
asimilar. Él se había jubilado, y muchos de los que habían sido agraciados con
su conocimiento y su amistad, también. Pero otros éramos unos niños que recién
iniciábamos nuestro largo recorrido por la vida. Y no sabíamos nada de hambre,
de carestía y de falta de pan y agua. Recuerdo haber visto a un hombre fornido,
no muy alto, como todos en su familia, y el beso que me dio en la mejilla
cuando nos vimos y su sonrisa, amplia, sincera y benevolente al contemplar al
fruto de una de sus personas más queridas. Lo primero que pensé al observar a
aquel hombre fortachón e impecablemente vestido fue: “qué labios más grandes
tiene este señor”. Su beso había sido suave, cariñoso, como una esponja que
acaricia tu rostro durante unos segundos y te deja esa sensación tan
confortable. Pero qué iba a decir yo, que unos años más tarde desarrollaría los
mismos labios. Por algo somos familia, y yo me enorgullezco de heredar esos
rasgos físicos.
¿Conocéis
a muchas personas de las que nadie haya tenido una mala palabra hacia ellas en
casi noventa años de existencia? Incluso aquellos que pasan la mayor parte de
su tiempo obcecados en descubrir y repetir las malas artes de los demás para
ocultar las propias, observaban, como mínimo un respetuoso silencio hacia él.
Yo he conocido a muy pocas de esas personas, y la mayoría se han ido. Las
generaciones actuales no han podido, o no han querido, alcanzar la cima en la
que ellos plantaron su bandera, observaron la inmensidad de lo que habían
dejado atrás y exclamaron orgullosos: “Ahí queda eso. Hacedlo mejor que
nosotros”.
Yo
las echo de menos, porque con esas personas, el mundo era un poco mejor. Vale
más la pena vivir la vida sabiendo que la semilla está sembrada y solo hay que
recogerla con el máximo cuidado y la mejor de tus voluntades para perpetuar la
memoria de los que te precedieron y te miran desde donde quiera que estén, exigiéndote
en silencio que mantengas el nombre de los tuyos en lo más alto. Como mi
abuelo, y como Fernando. Dos de esos hombres de los que no encontrareis una
réplica en los tiempos actuales, porque ya nadie pone a los demás por delante
de sí mismos. Ellos lo hacían.
También
recuerdo la última vez que le vi. Siempre se percibe como una visita incómoda porque
sabes que uno de los tuyos, de los que ha estado ahí toda la vida, apaga la
llama de su existencia poco a poco, porque aún no le ha llegado la hora o porque
alguien quiere que dure un mes más, un día más, para evitar el sufrimiento de
los que le van a perder durante todo el tiempo que sea posible. Se trata de la
personificación de un recuerdo lejano para los que no pertenecemos a su
generación, y nos parecen increíbles esos tiempos en los que una barra de pan
tardaba dos horas en cocinarse y tenías para comer todo el día, para ti y para
tu familia. Ahora muchos ni siquiera comen pan. Nos parecen tan increíbles que,
si no nos los explican nuestros abuelos, nos costaría creer que, apenas setenta
años atrás, sucedieran todas aquellas cosas horribles entre habitantes del
mismo país. Entre familias, entre hermanos. Pero tenemos que hacerlo, porque
así fue.
Recuerdo
cómo subimos a su casa, con él ya postrado en su lecho de muerte y su esposa
cuidando estoica y cariñosamente de él. Después de cincuenta años juntos, la
devoción entre las personas que se aman desde el primer día que se vieron se
convierte en un sentimiento que, en nuestros tiempos, las personas han dejado
de conocer. Pero quizás aquel era uno de los escasos detalles maravillosos que
nos han dejado los viejos tiempos. En aquellas residencias, por fin anónimas
después de tantos años, en las que encuentras a dos personas que llevan juntas
toda la vida y no sabrían que hacer la una sin la otra. ¿Habéis visto muchas
casas, muchos hogares, en los que siempre haya gente, entrando y saliendo de
visita? ¿En los que siempre haya niños correteando, despreocupados, felices,
con una sonrisa que ilumina sus rostros? ¿Muchos hogares en los que se respire
sosiego, paz con los demás y contigo mismo, tranquilidad, la satisfacción de
las cosas bien hechas durante toda una vida y la alegría de haber ayudado a
tantísimas personas que sabrán honrar tu memoria?
Sabes
que tu trabajo ya está hecho y has cumplido con creces. Muy por encima de lo
que se esperaba de ti, y, lo más importante, haciendo felices a los demás.
Pasear por tu propio pueblo teniendo que saludar cada cinco metros a tus
vecinos. Sabes que, treinta años atrás, ayudaste a sus padres a conseguir
trabajo y poder establecerse como un vecino más. No puede haber mayor
satisfacción en la vida que sentirte querido, mirar atrás y saber que has sido
un ejemplo a seguir. Para los que te conocen y los que no. Los últimos años de
tu vida son, sencillamente, un regalo que se te ha ofrecido porque lo mereces.
Porque no debes ser llamado todavía. Porque los buenos deben marcharse lo más
tarde posible. Sabes que tendrás un lugar de honor allá arriba. Todas esas sensaciones
se respiraban en aquella casa. En aquel HOGAR.
Nunca
olvidaré aquella escena propia de una película, cuando entramos en el
dormitorio donde él consumía el tiempo que Dios quisiera otorgarle. Él descansaba,
esperando con tranquilidad y sin angustia
alguna, a que llegara su hora, y su esposa le despertó para avisarle de que
tenía visita. La última que podría hacerle su hermana mayor. Ella también
esperaba, y sigue esperando, al último día de su vida. Al día en el que vuelva
a reunirse con su marido, con sus hermanos. A menudo la vida es una ingrata
espera. Yo me quedé al fondo de la habitación, respetando el momento, y en el
fondo, alegrándome de que un familiar mío todavía siguiera con vida y aguantara
porque alguien con más poder que él deseara ofrecerle ese regalo a su familia.
El marido ha despertado una mañana más. El padre ha despertado una mañana más.
El abuelo ha despertado una mañana más. El bisabuelo ha despertado una mañana
más. Él advirtió las señales de su esposa, tumbado como estaba hacia el lado
contrario de la puerta de entrada. Sin duda, recordando los buenos tiempos. Ver
crecer a tus hijos, permanecer más de cincuenta años enamorado de tu esposa,
cumplir con tus obligaciones y ayudar a los demás. Todo eso tiene que dejar un
poso de felicidad y tranquilidad que pocos de los que vivimos los tiempos
actuales alcanzaremos.
Su
esposa le habló suavemente, como una voz de caramelo inundando la habitación.
Tenía visita. Él se giró, ya con la enfermedad consumiendo su cuerpo, y se
iluminó su rostro con la sonrisa de reconocer a su hermana la mayor, la primera
de todas. No importaba que tus padres hubieran engendrado varias hermanas más.
Cuando eres como él, te alegras de verlas a todas. Una alegría sincera, que yo
mismo pude comprobar, con gruesas lágrimas resbalando por mis mejillas, ante la
inigualable sonrisa de alegría de Fernando. ¿Os acordáis de esas imágenes de
las que, aunque viváis ciento veinte años, nunca olvidareis y las recordareis
como si hubieran sucedido un minuto antes? Pues esa sensación será la que me
quede a mí durante el tiempo que me quede por vivir. Una sensación maravillosa.
Se
reunieron muchísimas personas a la salida de la iglesia. Dentro de ella, no
había espacio para una alma más. Incluso algunos de los presentes aguantaron
estoicamente en la misma puerta de entrada sin poder ver nada porque los que
les precedían les superaban en altura. Pero lo hacían por Fernando. Y Fernando
lo merecía. Y aquellos que no estaban dispuestos a formar parte de la
ceremonia, también esperaban con paciencia y cortesía a que terminara, y
narraban numerosas anécdotas que el bueno de Fernando había protagonizado
durante su larga vida.
Seguro
que muchas de esas personas, tanto las que consiguieron un espacio en la
iglesia como las que esperaron fuera, conocidas, amigas, familia, tenían algún
antepasado al que Fernando ayudó a no morirse de hambre cuando cincuenta años
atrás no tenían nada más que sus manos para poder sobrevivir. Silencio respetuoso
y agradecido a su llegada, el mismo silencio a su salida. Cuántos agradecerían
el haberle conocido. Entre ellos, yo mismo.
Hoy
Fernando descansa, por fin, de una vida plena. De esas vidas a las que pocos
pueden aspirar y que muchos de nosotros, los más jóvenes, contemplamos con
admiración. ¿Conseguiremos alcanzar esa sensación de haber hecho las cosas lo
mejor posible, como él las hizo?
Al
menos, lo intentaremos. Descansa con los tuyos, Fernando.
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