sábado, 19 de noviembre de 2011

Una adopción deseada

Mis abuelos se jubilaron en 1.983. Naturales ambos de Caldas de Reis, al norte de la provincia de Pontevedra, habían emigrado a tierras vascas para que mi abuelo, pintor, restaurador, carpintero y artista excepcional, aceptara un puesto de trabajo en Hendaya, más allá de la frontera francesa, para pintar los trenes que la RENFE fabricaba a destajo durante la década de los sesenta y que lamentablemente aún siguen circulando a día de hoy en los trayectos de cercanías de muchas de nuestras provincias. Después de treinta años de ir y venir en ciclomotor desde su domicilio en la calle Luis Iranzu de Irún hasta la fábrica, como buenos gallegos que eran decidieron volver a sus orígenes al cumplirse su merecido tiempo de descanso laboral. Se encontraron con que su pueblo de origen no había prosperado en demasía durante aquellos años de exilio y postguerra y cada cinco metros de paseo por sus calles encontraban a algún conocido al que saludaban aunque hiciera veinte años que no le veían, por lo que decidieron buscar otras opciones de vivienda para disfrutar de una tranquilidad necesaria, alejada de los chismes del pueblo. Hermanos y hermanas de ambos se habían decantado por la ciudad: Pontevedra, Vigo, Santiago… Pero ellos no deseaban retirarse en la urbe sino disfrutar de una villa a medio camino entre el pueblo que habían abandonado para buscar la prosperidad y las ciudades en las que vivían sus familiares más cercanos. Y esa villa a medio camino fue Vilagarcía de Arousa.
            Recuerdo bien nuestra primera aventura para llegar a tierras arousanas.  Mi tío se había empeñado en llevarnos en coche desde Barcelona a mi hermana y a mí y durante el trayecto nocturno y para no dormirse cruzando tierras castellanas hizo algo que no he vuelto a ver en treinta y nueve años: recoger a un pasajero desconocido a las cuatro de la madrugada alrededor de Soria, cuando todavía se debía atravesar la ciudad, huérfana de circunvalaciones asfaltadas. El viajero era un chico joven que se dirigía a Burgos y le dio conversación a mi tío durante los ciento cuarenta kilómetros que separaban una capital de la otra, aunque ni mi hermana ni yo, que luchábamos por quedarnos dormidos en un lugar tan incómodo como el asiento de atrás de un Renault 8 cargado de bolsas de viaje, recordamos aquella conversación de carretera.
            Llegamos cerca de nuestro destino final, a O Grove, donde tenía fijada su residencia mi tío, sobre las siete de la mañana, y todos aprovechamos para desayunar, ducharnos y dormir unas horas antes de acudir al nuevo piso de mis abuelos. Hacia las cinco de la tarde enfilamos camino de Vilagarcía y atravesamos todas las poblaciones que cuajaban la carretera general hoy reemplazada por la PO-550 hasta llegar a una recta más que sin embargo se convirtió en la última del breve viaje cuando mi tío nos señaló el edificio donde vivían mis abuelos. Por aquel entonces, y con sus nueve plantas, debía ser de los más elevados del pueblo, construido junto a otro de mayor antigüedad y acabado en ladrillo anaranjado, algo poco habitual en una zona en la que las viviendas solían rematarse en piedra para protegerse de la humedad de los muchos días de lluvia. Las vistas por aquel entonces eran magníficas, y aunque mis abuelos habían cometido el error de comprar un piso bajo por aquello del miedo a las alturas a su edad, cuando subías al todavía desocupado noveno veías el mar por encima de los árboles. Era la calle en la que se decía que empezaba Vilagarcía aunque según los planos había que retroceder más allá de la recta para determinar el límite municipal. Tras los receptivos besos y abrazos a mis abuelos, salí al balcón, cerrado con las cristaleras que se llevaban entonces y que ofrecían una muy buena protección contra las abundantes tormentas de la zona, y contemplé lo que parecía una semilla que todavía debía germinar a ambos lados de la carretera de entrada al pueblo. En mi acera tan solo los dos edificios mencionados y unas pocas casas cincuenta metros más abajo salpicaban la zona, mientras la acera de enfrente todavía se veía más desangelada ya que justo al otro lado de la calle parecían haber cumplido un capricho urbanístico en forma de residencia particular de la que debía ser una de las familias bien de la zona, y a continuación, tras el muro y calle abajo, nada más. Un trozo de tierra mayormente invadido por zarzas, arbustos, matorrales y hierbas salvajes, seguido de otro trozo de tierra con los mismos invitados. Así hasta donde se perdía la vista. Nuestros abuelos nos llevaron a pasear por el centro del pueblo, y aquello era otra historia: la plaza de Galicia, con su impresionante edificio de quince plantas que se había dejado de construir por orden judicial y veinticinco años después tras resolverse todas las disputas legales se rehabilitó y se convirtió en el edificio Lara; el café Plaza hoy desaparecido, lugar de encuentro habitual de los que salían del por aquel entonces floreciente casino y las calles entrantes a la plaza como Castelao, que interrumpía su camino en el puente sobre del río del Con para dejar paso al conjunto de Vista Alegre con su pazo y su convento de clausura, y la calle Arzobispo Lago que como bien sabían los nativos del lugar moría en la calle del mercado de los martes y los sábados. Hacia el puerto encontrábamos la zona del Cavadelo, que consistía en un pedazo de tierra en cuyo extremo izquierdo se habían acondicionado unas vallas para albergar un campo de fútbol en el que se jugaba una vez al año un torneo de veinticuatro horas conocido por toda la comarca, más tierra despejada y a continuación la explanada donde los camiones medían su carga efectiva antes de salir a un viaje internacional. No había mucho más que ver, era un pueblo al que le faltaba que alguien, llámese alcalde, llámese iniciativa privada constructora o grupo de emprendedores como se denomina en la actualidad cogieran el toro por los cuernos y decidieran que iban a convertir aquel lugar de deficiente distribución urbanística y gran desigualdad en cuanto al reparto de la población en una ciudad.
            Y lo hicieron. Empezaron por lo que parecía más urgente para la ciudad, un centro comercial para que sus habitantes no tuvieran que viajar hasta Pontevedra o Santiago para realizar sus compras de primera necesidad. Así pues, se acondicionó el gran solar de que disponía el municipio para ello, situado entre los límites que marcaba el conjunto de Vista Alegre y la acera de enfrente de mis abuelos y levantaron allí un complejo modesto pero sostenible y funcional. Un hipermercado y a su alrededor un puñado de pequeños negocios, y como gran obra para el esparcimiento del pueblo, el que todavía es en la actualidad el parque más grande de la villa, con un escenario magnífico para todo tipo de actuaciones culturales y musicales a los que los habitantes del pueblo y toda la región en general son tan aficionados. A continuación mi querido Cavadelo, ese trozo de tierra que desapareció para dar lugar a un parque que limitaba con el mar, un aparcamiento y una gran cafetería. El pueblo se iba transformando e incluso la desembocadura del río, que te obligaba a menudo a taparte la nariz con un par de dedos cuando la atravesabas debido al vertido de multitud de productos contaminantes de las empresas de la zona siempre carentes de escrúpulos, se convirtió en un lugar de modesta belleza pero que consiguió erradicar aquella situación tan desagradable para convertirse en una desembocadura más, erradicando una merecida fama de maloliente en toda la comarca.
            Hoy Villagarcía es una ciudad. Y es mi ciudad. Se ha construido un auditorio, un complejo de cines al que acuden vecinos tanto del Salnés como del Barbanza, el estupendo parque Miguel Hernández donde se realizan actividades culturales y gastronómicas como la “noche de las tapas” o la “noite meiga”; se ha convertido toda la zona centro en peatonal desde el convento de Vista Alegre hasta el final de Rey Daviña; se ha trasladado la que al principio era una feria de productos agrícolas y ganaderos que se celebraba una vez al año al lado del pesaje de los camiones a su propio recinto ferial, la acera de la calle de mi abuela se ha llenado por completo de edificios y se ha construido un ramal de comunicaciones para que los vehículos pesados que transportan mercancías bien desde el muelle de carga del puerto bien desde las empresas de los alrededores no alteren la circulación y por fin, se ha creado un hospital comarcal para atender a cincuenta mil personas necesitadas de él.
            Y yo, después de veinticinco años de venir a mi pueblo de vacaciones, he decidido volver a él para no abandonarlo. La amabilidad de sus gentes, la tranquilidad de la vida gallega, su inigualable gastronomía y mi propio deseo de abandonar el caos de la gran ciudad hicieron el resto. Ahora soy hijo de esta villa. Adoptivo, pero hijo. Y soy feliz.

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