miércoles, 9 de noviembre de 2011

El termómetro al rojo vivo II

Extraída de otro relato también pendiente de publicarse:

-No soy Alcántara, mi querido semental, pero te puedo decir que no están codificadas, al menos no la de tu habitación, es una simple banda magnética que reacciona si la presionas con cualquier tipo de lámina. Aquí puede entrar quien quiera. Y ahora, ¿qué tal si me follas? Me muero de ganas de comprobar cuánto aguantas con ese cuerpazo que tienes.
Aún aturdido, Valero dejó que Coral le hiciera todo lo que había venido a hacerle. La alicantina se deslizó hacia la cintura del militar e introdujo en su boca su miembro, ya en estado de alerta, y el coronel aferró las nalgas de Coral hasta dejar sus partes íntimas justo a la altura de sus labios. Durante unos minutos ambos se compenetraron perfectamente en la cadencia de sus bocas y la furia aletargada en el interior del coronel y la siempre latente en la alicantina hicieron el resto. Tras un primer coito en el que el camastro de la habitación se movió al mismo ritmo violento que las embestidas de Valero sobre el cuerpo de Coral, el militar no se dio por satisfecho. Levantó aquel cuerpo tan liviano como si fuera una hoja de papel y empotró de espaldas contra la pared a su nueva amante, quien emitió un gemido de satisfacción con los brazos en alto y acercando sus nalgas al desbocado miembro de Valero quien pugnaba por entrar por la puerta trasera de Coral, y allí permanecieron otra media hora sin parar. El coronel nunca lo había intentado de aquella manera, pero era la noche de las locuras y los instintos desenfrenados y ante la absoluta entrega de Coral dejaría que todas sus frustraciones sexuales se liberaran, más incluso que con Irene, que no era amante de las penetraciones traseras. Coral se movía como una posesa y Valero la empujaba constantemente contra la pared con toda su fuerza; ella inclinaba su cabeza hacia atrás y con un brazo buscaba la cabeza de su amante para rodearla y que le martilleara el cuello a mordiscos, besos o cualquier otro tipo de contacto que hiciera que sus poros se abrieran para albergar el máximo placer. Tras el coito anal y aún lleno de excitación, Valero la cogió en brazos, siempre sin decirse una sola palabra, sustituidas por gemidos o gritos, y se encerró con ella en la ducha, abriendo los grifos hasta la mitad para disfrutar de la ducha templada más excitante de sus vidas. Coral sonreía sin parar y ofrecía su cuerpo constantemente al coronel, lo cual provocaba que su erección no disminuyese y se mantuviera al máximo a pesar de que ambos contabilizaban ya tres orgasmos en su haber y el cuarto se antojaba más que cercano. De nuevo de espaldas sobre Valero y apoyada contra la pared del grifo de la ducha, Coral sintió aquella enorme masa de carne entrando dentro de ella y emitió un gemido que debió oírse en todo el complejo. Valero había aprendido bien de aquella noche con Irene, que le había enseñado que la mejor forma de disfrutar de un coito era lentamente, iniciando las embestidas de una forma suave hasta encajar el uno con el otro para conseguir la mejor combinación posible entre el roce de los órganos genitales, la humedad generada por la excitación y la unión de las cinturas, y a partir de ahí aumentar la velocidad gradualmente manteniendo la sincronización entre los movimientos de ambos. Y con Coral resultaba una experiencia única; a la joven asesina le gustaba tomar la iniciativa, pero también se excitaba mucho con el rol de amante sumisa que acepta todas las órdenes no verbales de su amante, y Valero había desconectado su mente por completo para dedicarse a satisfacerse a sí mismo ya que Irene Fernández se había hecho la mojigata durante las últimas semanas y no le había gustado no poder poseerla de nuevo, aunque fuera por haber intentado establecer la cadena de mando. La capitana pretendía ser su igual en todo momento y si hubieran iniciado una relación de pareja en aquel momento habrían resultado menos creíbles como mandos de aquellos asesinos, y Valero lo sabía. Pero en aquel momento estaba con Coral, la chica a la que habían detenido una noche a las cuatro de la madrugada cuando se abrazaba dormida a su marido engañado, la chica a la que violaban sistemáticamente en el centro psiquiátrico de la prisión de Sevilla, la chica que en aquel momento acariciaba cada parte de su cuerpo como diciéndole “seré tuya para siempre si lo deseas”. Quizás era una táctica para asegurar su supervivencia, quizás se había enamorado de él, ya que sus miradas durante las últimas semanas habían sido constantes y solo porque durante la noche cada uno de los cuatro jinetes eran encerrados en sus habitaciones no había podido consumar antes su deseo hacia el coronel, pero allí la tenía, completamente entregada y dispuesta a satisfacer todos los juegos que le propusiera sin poner un solo pero o rechazar sus iniciativas. Era la amante ideal, a pesar de que Valero estaba convencido de que su actuación en la taberna del pueblo unas horas antes se debía a su empeño en impresionarle hasta llegar a aquella traca final en la que Coral pedía a gritos que se derramara dentro de ella sin parar y por ello estimulaba constantemente su miembro para que el coronel, que tenía cuerda para toda la noche, no se detuviera en su afán de satisfacer a ambos.

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