martes, 20 de marzo de 2012

Las cenizas del olvido- Primer capítuio

UNO



Llamadme Ernesto para no meterme en líos. Nací en un pueblecito de la provincia de Cáceres, rodeado de monte bajo y pastos para las abundantes reses del lugar. Una localidad que a pesar de sus siglos de antigüedad y de la que se tienen noticias documentadas desde la época del Imperio romano gracias a la proximidad de la Vía Itálica entre Astorga y las afueras de lo que hoy es Sevilla, se había convertido en las últimas décadas tanto en lugar de paso y albergue ocasional nocturno para viajeros de largo recorrido que preferían ahorrar el dinero del peaje de la autopista cercana como en suburbio dormitorio de la capital a la que, con la construcción de la nueva carretera, se llegaba en menos de media hora. Al margen de la actividad ganadera, se ingresaban sus buenos duros con nuestras posadas y vinos en una época en la que el consumo de alcohol al volante no estaba siquiera penalizado excepto en los casos más graves como el provocar un siniestro con víctimas.

Pero los que no habíamos querido depender de nuestra vida en la ciudad, que nos resultaba siempre demasiado grande y excesiva en su caótica cotidianidad y preferíamos el canto lejano de un pájaro en el bosque antes que el claxon de un automóvil pulsado por un indeseable que parecía haber nacido en el seno de una piara, nos quedábamos siempre con su aparente tranquilidad y su silencio. Un silencio que solo rompían los aullidos de los lobos en invierno quejándose del frío y seguramente de la falta de presas que llevar a sus fauces, pero eran tan lejanos que nadie se inquietaba y solo esperaban a que llegaran las primeras luces del sol para ahuyentarlos y devolverlos a sus matutinas guaridas. Nunca osaron acercarse al pueblo y desde que tengo memoria no recuerdo batida nocturna alguna para cazarlos por devorar el rebaño de alguno de los muchos pastores de los alrededores que, por otra parte, empeñaban sus mejores artes en cercar a sus manadas y cuando cumplían con su obligado ritual diario de liberarlas para que camparan a sus anchas y buscaran alimento, siempre echaban mano de una escopeta de perdigones. Por si acaso.

            Fui el único entre los vecinos de mi edad que se atrevió a emprender la aventura universitaria, y es que allí la tradición era la tradición, y ésta marcaba que las mujeres se casaban con los hombres y se dedicaban a darles hijos y cuidarlos, uno detrás de otro, mientras los hombres, los terratenientes de escasa y mediana relevancia en la zona, danzaban entre despacho y despacho buscando acumular tierras y posesiones para que en las reuniones del club social del pueblo salieran a relucir sus anillos de oro, sus trajes de cien mil pesetas y sus nuevos tractores que no compraban para labrar la tierra, sino para aparentar más que el vecino terrateniente de al lado que pugnaba siempre por desbancar a su contrincante del título de persona más rica del pueblo. Fue una batalla que duró décadas y se decantó finalmente por el clan de los mojones, precisamente haciendo honor a su apodo, siempre con el cuchillo a mano dispuestos a zanjar una disputa clavándolo en el corazón del rival que se atrevía a discutir su supremacía. Esta fue la realidad del pueblo durante los años posteriores a la Guerra y solo remitió cuando la ley, la democracia y las libertades convirtieron lo que era un aviso público a navegantes que nadie discutía ni denunciaba en un delito castigado con pena de prisión. Yo siempre me mantuve al margen de esa situación; nunca ambicioné tierras, posesiones o riquezas y por mi delicado estado de salud a lo largo de los años ante el cual resultaba contraproducente enzarzarme en un intercambio de golpes del que siempre habría resultado perdedor por la notable debilidad de mis huesos faltos de calcio porque según el osteópata de Madrid mi cuerpo sintetizaba de una manera deficiente los lácteos y por ello debía ingerir una pastilla de calcio a diario para que no quebraran por un simple tropezón, preferí siempre bajar la cabeza y llevarme bien con todo el mundo. Mi preocupación se centró habitualmente en no ser considerado como una amenaza por parte de los individuos más peligrosos y conflictivos del lugar, aunque desde los dieciocho años ese clan y otros que reinaban en el pueblo hubieran acuñado el para ellos despectivo apodo de el estudiante cada vez que se referían a mí, incluso estando yo delante y participando en la conversación, y no lo hacían desde el respeto y la admiración sino con un indisimulado aire burlesco. Como suele ser habitual en la raza humana, las personas de mi pueblo se sentían inferiores a mí porque ellos se tomaban sus cervezas en silencio y preferían mirar a su compañero de jarras y sonreír antes que abrir la boca, y cuando lo hacían hablaban con palabras simples y llanas de dos sílabas que todo el mundo podía entender, y al llegar mi turno yo siempre aprovechaba mis estudios para dejarle claro a todo el mundo que, por mucho que se mofaran del enclenque pacifista, yo iba a seguir siendo el mismo que era, es decir, el único universitario con su diploma de francés en el bolsillo en veinte kilómetros a la redonda durante más de treinta años en los que la inmensa mayoría de los habitantes del pueblo nunca se molestaron en aprender a leer y escribir y solo se preocuparon de amasar fortunas locales para envidia de sus colegas empresarios de los municipios cercanos, menos bendecidos por la riqueza de sus tierras que en mi pueblo, sembrado de pastos y ganadería que los consumiera y muy prolífico en cuanto a bosques que convertían el negocio de la madera en enormemente lucrativo. Sin embargo, durante los años de la postguerra y debido al auge de las actividades comerciales muchos de aquellos matones analfabetos con la navaja celosamente guardada entre los pliegues de sus levitas pero siempre preparada para utilizarla si era preciso, acudían a mí secretamente para que les enseñara las nociones más básicas de lectura y escritura cuando los tratos comerciales dejaron de sellarse con apretones de manos y todo empezó a firmarse ante un abogado o un notario. Además de leer y escribir también debían aprender las nociones suficientes de las cuatro operaciones aritméticas que les resultaban imprescindibles para cerrar un trato, y el dinero no se gana contratando a un contable y un asesor legal que te cobrarán la tarifa que consideren oportuna además del desplazamiento desde Trujillo o la capital, si no aprovechando que dispones de un universitario en el pueblo que te puede decir que nueve por nueve son ochenta y una terneras tal y como el comprador ha solicitado pero ni tu capataz ni los mozos de cuadra saben contar una a una. En aquellas ocasiones ya no era el estudiante, sino Ernesto, el profesor, sin apodo burlesco acompañándome. Era mi venganza personal y la disfruté durante muchos años cuando, perdido entre las traducciones de los libros que enviaba mi editorial por correo y de los cuales debía confirmar su llegada uno a uno telefónicamente en unas décadas en las que el muchacho de Correos pasaba por el pueblo dos veces al mes, alguno de ellos enviaba a un mensajero porque necesitaba de mis servicios, y aunque es cierto que la mayoría de las veces me pagaban con una docena de huevos de corral una intercesión que valía como veinte docenas de huevos de corral, hay cosas más importantes en esta vida que acumular bienes materiales y en mi caso era más conveniente estar a buenas con los ricos del pueblo, siempre acompañados de un ejército de matones que podía presentarse a cualquier hora de la madrugada en mi casa para darme una paliza, que no pedir lo que ahora llamaríamos comisión por realizar tareas de mediador en un negocio que podía suponer quince o veinte millones de pesetas de beneficio neto para el interesado. En aquellas ocasiones el asesoramiento gratuito del profesor era bien aprovechado.

Afortunadamente, la alfabetización llegó a todos los rincones de España conforme el país se modernizaba al tiempo que intentaba superar los traumas de la dictadura que en el sur causaron las más profundas heridas y mi pueblo no fue una excepción, por lo que mis discretos servicios dejaron de ser necesarios, pero me sirvieron para ganarme un mínimo de respeto entre aquella jauría de fieras salvajes que como ya os he comentado no dudaban en asaltar las viviendas del pueblo con nocturnidad y alevosía para poner una escopeta de perdigones en las partes de algún propietario de pequeños terrenos para sugerirles que debían desprenderse de sus posesiones a cambio de una compensación económica por las molestias que evidentemente no se acercaba ni a la mitad del precio de mercado. Pero los negocios funcionaban así en el pueblo, y era comúnmente aceptado que no hay servilismo si no hay señorío, y durante muchas décadas del siglo XX los aldeanos de los parajes más remotos de la localidad se acercaban al pueblo para intentar colocar a sus hijas en edad de merecer como servidumbre de los cortijos de los grandes terratenientes con la esperanza de que las adolescentes, a las que no podían poner encima de la mesa ni un plato de agua sucia calentada sobre unos troncos de roble, hallaran entre los mozos de su misma condición a uno dispuesto a casarse con ellas y convertirlas en mujeres decentes. En el pueblo no había escuela ni nada que se pareciera a principios de los años ochenta, y a duras penas la diputación de Cáceres se había dignado a extender cable eléctrico para abastecer a las fortunas de la localidad. Fui uno de los afortunados a los que les llegó la instalación, y es que los favores no siempre se pagan con dinero y para un hombre de letras como yo que se pasa días y noches enteras entregado a la lectura y traducción de sus libros, el invento de la bombilla eléctrica se convierte en el más beneficioso de su vida.

1 comentario:

  1. Bueno, me gustaría seguir leyendo, pero espera a que entre alguien más en el blog.

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