El catolicismo definió la
ira como uno de los siete pecados capitales. Para los que no creen en una
espiritualidad o en una religión, podíamos definir la ira como parte intrínseca
de la manera de ser de las personas, del comportamiento. Unos la tienen más
desarrollada, otras la mantienen aletargada durante toda su vida porque no se
produce una situación que la haga aflorar o porque, sencillamente, llevan una
vida tranquila y rehúyen los enfrentamientos con las demás personas.
Pero todos la tenemos.
Nacemos y morimos con ella. Otra cosa es el uso que hagamos de ese aspecto de
nuestra personalidad.
Hablo en esta ocasión de la
ira debido a los hechos sucedidos ayer en Madrid antes del inicio del partido
de fútbol entre el Atlético de Madrid y el Deportivo de La Coruña. Nada menos
que doscientas o trescientas personas pegándose en mitad de la calle por lo que
acabo de comentar: la ira entre las personas que lleva a la violencia entre las
personas. En este caso, llevada a extremos que se salen de toda razón y de toda
lógica. En este caso, y después del trágico balance de un fallecido, solo se ha
constatado algo que sucede habitualmente en los campos de fútbol y sus
alrededores. Que dos supuestas aficiones de las que llaman “radicales” se citen
para darse unos guantazos.
Este no ha sido un hecho
aislado. Se produce constantemente.
Les contaré una de mis
historias absolutamente reales. Cuando yo tenía unos veinte años, jugaba al
baloncesto en una de esas muchas pistas callejeras que hay por toda España, en
mi caso, a cinco minutos de casa. Allí nos juntábamos todo tipo de chavales, y
lo cierto es que la mayoría era buena gente. Nos unía el amor por ese deporte, y
pasábamos muchas tardes jugando un partido tras otro. Después, cada uno se iba
por su lado, y todos contentos.
Sin embargo, entre todos
aquellos que nos juntábamos para echar unas canastas, había uno que era
diferente. Se llamaba Juan, aunque quería que todo el mundo le llamara por su
apodo de graffitero, que no mencionaré. Eran los tiempos de las pintadas en la
calle de todo tipo de barbaridades, y no había manera de ver una pared blanca
en ningún sitio. Incluso en las persianas de las tiendas.
Todos los que estábamos allí
nos dedicábamos a algo. Estudiábamos, trabajábamos o intentábamos hacer alguna
de las dos cosas. Pero no nos levantábamos a las once de la mañana sin nada que
hacer. Este muchacho, sí. Además, estaba bastante tocado de la cabeza, porque
ya por aquel entonces le daba, como si no tuviera importancia, a las drogas
blandas y las de diseño cuando salía los fines de semana. Pero este muchacho no
hacía absolutamente nada en todo el día. Ni se imaginan lo amargado que tenía a
su padre, viudo desde hacía años y teniendo que criar a tres hijos. Los otros
dos le salieron bien, pero Juan… cuántas canas le provocaría este muchacho.
Una vez me invitó a ir a su
casa. Me sorprendieron varias cosas cuando fui, a cada cual peor. En primer
lugar, me quedé de piedra cuando vi su habitación. Tenía las paredes
completamente pintadas de negro. Techo incluido. Parecía que estabas en una de
esas películas de miedo. Y en el centro de la habitación, en la pared donde se
había situado la cama, justo encima había puesto su nombre de guerra sobre la
misma pared, en letras gigantes. Me acerqué y observé un segundo mientras me traía una Coca-cola.
El demente había labrado su nombre en la pared con un cuchillo, a mano. ¿Se lo
pueden imaginar? Por supuesto, intenté salir de aquella casa lo antes posible.
También me sorprendió que la habitación de su padre estuviera cerrada con llave
y candado. No quería que su propio hijo le robara dinero para comprar más
droga.
Este chaval y yo manteníamos
una relación de respeto mutuo. Él sabía que yo era el único de la plaza que
podía enfrentarse a él en una pelea, y yo sabía que no me convenía llevarme mal
con él porque traía a sus colegas y entre cinco o seis tíos, me hubieran dado
una paliza como para no salir del hospital en seis meses. Siempre
mantuvimos esa relación. Incluso llegamos a pelearnos alguna vez en broma, y
los dos nos dimos cuenta del mucho daño que nos podíamos hacer si nos lo tomábamos
en serio. Por eso nos llevábamos bien. Nos convenía a los dos.
Aquella relación duró varios
años. A veces desaparecía durante días, y después volvía a aparecer, ufanándose
de que había estado varios días en el calabozo por culpa de una pelea o porque
le habían pillado con un par de gramos de coca. Eso no hacía más que
incrementar el miedo que los jóvenes de la plaza sentían hacia él. Y él
encantado, por supuesto. Le gustaba sentirse temido, y acudía a la plaza porque
se creía el rey de la misma. Y en cierta forma lo era, aunque sabía dónde
estaban sus límites, y como ya he dicho, nunca tuvimos un problema serio entre
él y yo.
Finalmente, desapareció. No
volvió a ir por la plaza para intimidar a todo el mundo. Nadie preguntó por él,
por supuesto, pero yo sí me preocupé de averiguar qué había sido de aquel
muchacho tan perdido. No tardé en obtener información. Su padre, harto de él,
le había quitado las llaves de su casa y le había echado de ella. No quería
volver a saber nada más de él después del enésimo intento de forzar la
cerradura de su habitación para intentar robar todo lo que pudiera.
Pero eso no fue lo más
grave. Entre las múltiples amistades de la misma calaña de este sujeto, porque
toda la mierda se junta, había unos cabecillas de lo que por aquel entonces se
conocían como las “Brigadas” del Español. Del Real Club Deportivo Español de
Barcelona. Menudas se las tuvieron con los también indeseables “Boixos” del Fútbol
Club Barcelona. Estos ya se citaban en la calle en los noventa cuando había un
partido entre ambos equipos. No necesitaban Whatsapp. Se conocían entre ellos.
Al parecer, una de esas
amistades le acogió en su casa, a condición de que entrara a formar parte de
dichas Brigadas. ¿Lo que tenía que hacer? Merodear por el campo antes del
inicio de los partidos para dar miedo al resto de los aficionados, esperar al
autocar del equipo rival para lanzarles piedras, insultar a los jugadores a la
salida, y durante el partido, los esfuerzos se dividían en dos: gritar como un
salvaje subido en la valla de protección acordándose de la familia de todos los jugadores rivales, e intentar
atravesar el campo para alcanzar a los aficionados del equipo rival para
empezar una pelea. El partido de fútbol les importaba un carajo. Esto último no
lo conseguían, ya que el club no era tan imbécil como para no poner barreras de
seguridad y un montón de seguridad privada para impedirlo, pero había veces que
solo tenían que esperar a que terminara el partido para ir a por los
aficionados del otro equipo.
Esto, ni más ni menos, es lo
que sucede en los campos de fútbol. Podemos hablar de profesionales de las
peleas. Gente que lleva muchos años en esto. Como el fallecido el otro día. Un
señor de más de cuarenta años y dos hijos pequeños que sin embargo fue a
meterse en una pelea multitudinaria. ¿Qué ejemplo le dio ese hombre a sus
hijos? ¿Qué le dirá a la madre a los huérfanos cuando le pregunten cómo murió
su padre?
Muchos de ellos, además, la
mayoría, son tíos muy grandes, muy altos, muy fuertes, y se han pasado
años en el gimnasio. Son cinturones negros de full-contact, sin ir más lejos, o
el tipo de lucha más violento que haya para hacer el mayor daño posible. Ahora,
con Facebook, Twitter y demás, resulta sencillísimo convocar una pelea
multitudinaria por internet y que acudan hasta allí doscientas o trescientas
personas que se revienten entre ellas para que, por fin, y digo por fin porque
es una consecuencia, se produzca una víctima mortal. Una víctima mortal de la
misma calaña que los demás que han ido a darse de guantazos, pero una víctima.
Me va a producir mucha
curiosidad observar qué hacen los que mandan a partir de ahora. Siempre
consideré nefasta la figura de Juan Laporta, ex presidente del Barcelona, pero
él echó a los Boixos del campo. Y Florentino, algo parecido con los Ultra Sur.
Pero quedan muchos equipos en primera división. Y todos tienen aficionados
salvajes entre ellos. ¿Van a hacer algo el presidente del Atlético de Madrid,
que simplemente les subvenciona, o el del Deportivo, que los trata como “chicos
traviesos”? Esto empieza a parecerse al caso de los temibles “Barras Bravas” de
Argentina. Pero allí son toda una mafia que controla la capital de su nación.
Aquí solo son, de momento, una banda de indeseables.
Vergüenza debería darles. Pero
de donde no hay no se puede sacar.
Como simple apunte personal: ¿Qué habría que hacer con el individuo que felicitó vía Twitter al atracador de Vigo por cargarse a la agente de policía solo porque aquella mujer le había puesto anteriormente una multa? ¿Hasta dónde vamos a llegar?
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