miércoles, 27 de junio de 2012

Las cenizas del olvido- Cuarto capítulo

Cuando Adalberto Poyatos decidió darle un descanso a su tercera esposa a costa de amancebarse con cualquiera de las doncellas a su servicio a cambio de regalos ocasionales que no despertaran sospechas, ya era abuelo, y sus nietos nacían como hormigas mientras el patriarca expandía su imperio que le llevó a poseer los terrenos de pasto y cultivo de más del cincuenta por ciento de la comarca en la que, ajeno a los negocios y el tráfico de todo tipo de recursos humanos, económicos y materiales, yo vivía con una cierta felicidad rodeado de mis libros traducidos cuyos ejemplares gratuitos la editorial tenía la gentileza de enviarme una vez publicados y que, poco antes de jubilarme, cifré en doscientos cincuenta y tres. Toda una carrera como traductor que conservé con orgullo gracias a unas estanterías que construí para formar mi propia biblioteca con los troncos serrados longitudinalmente que me regalaba de vez en cuando el sobrino de Andújar de entre los listones mal cortados que se acumulaban en el patio del aserradero porque no servían para nada, y antes de hacer una hoguera con ellos y gastar gasolina, preguntaba a sus conocidos si necesitaban algún trozo de madera, aunque por supuesto él no se molestaba en entregarlos y los interesados debían acudir con sus camionetas a recogerlos. Era capataz y heredero de la fábrica de maderas, un hombre al que le gustaba hacer las cosas por sí mismo y supervisando el trabajo de sus empleados, probablemente porque había nacido con la desconfianza reinando en su poco desarrollado cerebro y solo se mostraba relajado y abierto a los demás cuando ponía dos candados a la puerta de su fábrica una vez finalizada la jornada laboral, y la cerraba hasta el siguiente amanecer, pero con quien siempre mantuve una relación excelente, a pesar de que con más frecuencia de la que a mí me apetecía me pidiera el favor de revisar sus libros de cuentas, los números como les llamaba él, por si su contable le engañaba y se estaba llevando el dinero sin que él se enterara. Sucedía a menudo con el puñado de iletrados que eran mis vecinos ricos, siempre maestros negociadores en su terreno pero después se mostraban incapaces de gestionar las fortunas que amasaban. Resultaba sencillo robar unos cuantos cientos de miles de pesetas, gracias a los poderes que los terratenientes firmaban a sus contables para gestionar sus fortunas a pesar de mi recomendación expresa de que no lo hicieran y para cada operación que quisieran realizar la consultaran primero por teléfono desde la capital. Rápidamente desaparecían de la comarca para no ser vistos de nuevo y no se descubría el desfalco hasta unas semanas después cuando los ganaderos viajaban a la capital para añadir nuevas entradas a sus libros de cuentas y comprobar que su contable de toda la vida había ahuecado el ala y nadie conocía su paradero al haberse preocupado de no dejar pistas para empezar de nuevo en otro lugar donde encontrar nuevas víctimas, tan adineradas como ingenuas. Andújar nunca se molestó en ofrecerme como contrapartida un estipendio por mis habituales servicios o una rebaja en el precio de sus productos. Estaba convencido de que con regalarme la madera que no podía vender ya me daba por pagado y lo cierto es que yo no necesitaba más.

Así eran los hombres de negocios en el pueblo. No habían amasado sus fortunas a lo largo de los años haciendo favores a sus amigos ni utilizando los recursos de sus fábricas gratuitamente, imagino que como todos los empresarios del planeta. Con el dinero no se jugaba ni había amistades. Recuerdo alguna ocasión en la que, en mis contadas visitas a la taberna, un capataz apurado por su situación económica había sugerido, después de tomarse unos vinos gracias a los que reunió el valor suficiente para atreverse a hacerlo, que necesitaba un apoyo económico excepcional. A la mañana siguiente había tenido que presentarse de nuevo ante su empleador para rogarle que no tuviera en cuenta lo sucedido la noche anterior bajo los efluvios del alcohol. A mí me convenía más tener contento al carpintero del pueblo que reclamarle unos duros por verificar que sus cuentas eran correctas, ya que siempre habría tenido la desventaja de que yo estaba solo en mi propiedad y los empresarios podían contratar a cualquiera venido de fuera para darme una lección, y lo cierto es que tampoco era tan importante perder un par de horas de mi tiempo cada tres meses comprobando asientos contables que en honor a la verdad dominaba a duras penas y me costaba sangre, sudor y lágrimas cuadrar, y lo que a mí me importaba era poder desempeñar el trabajo para el que había estudiado. A pesar de lo que os he comentado antes, yo era un oasis en el desierto de aquel pueblo y eso significaba que los que tenían el poder se olvidaban de sus burlas hacia mí porque cuando me necesitaban para cualquiera de aquellas situaciones, sabían que acudiría para echarles una mano. Siempre me sentiré orgulloso de mi legado porque ninguna de mis traducciones ha sido reeditada para cubrir la necesidad de una revisión que corrigiera la primera de la cual yo era el autor y todas las obras que sigan llegando a las librerías en estos tiempos que os tocará vivir más a vosotros que a mí, incluyen mi nombre como artífice de la traducción sin que ningún jovencito que se haya licenciado en la Complutense o en cualquier otra Facultad de Francés haya conseguido mejorarlas. Me perdonaréis por esta muestra de vanidad, pero siempre quise hacer mi trabajo lo mejor posible y lo conseguí durante cuarenta años. No fui uno de esos universitarios tan listos ni tampoco mi papá puso veinte mil pesetas de la época encima de la mesa de un decano para que abriera un cajón de su escritorio, extrajera de su interior un diploma de aptitud con el nombre en blanco y lo firmara. Pero tampoco fue necesario.

Adalberto nunca vio a su hijo mayor Antonio como un miembro del clan propiamente dicho, ya que no respondía a los códigos de conducta familiares que él mismo había introducido tras la muerte del dictador y el advenimiento de la democracia que había intuido magníficamente a través de las informaciones que ofrecían los visitantes del pueblo. También se había preocupado de consultar a algunos amigos de la familia vinculados a la política cómo veían el panorama, y los más avispados le comentaban cuáles eran las previsiones para los meses o años siguientes. Sus viajes a Madrid debían ser agotadores para un hombre ya entrado en años y cuya salud era poco menos frágil que la mía a pesar de su ristra de hijos, pero durante su estancia en la capital se preocupaba de alternar con la alta sociedad aunque allí fuera contemplado como un pueblerino rico, tosco en sus formas y con mala leche que hacía demasiadas preguntas, pero no por ello dejaba de firmar fructíferos acuerdos de colaboración con socios ocasionales en los que las cabezas de ganado para los mataderos y los troncos de roble para las serrerías eran moneda de cambio común. Él había sido el primero de la comarca en reunir a toda su descendencia para advertirles de que los tiempos iban a cambiar y los procedimientos de actuación también. Ante unos cincuenta familiares directos e indirectos más todos aquellos que en mayor o menor medida habían trabajado para él o pensaban hacerlo, se había preocupado de dejar claro como el agua de un manantial a todo el que le quisiera escuchar que los cuchillos y las navajas que habían originado el apodo del clan se quedaban en casa a partir de entonces reposando en sus estanterías definitivamente y la nueva policía les sustituiría como primer y único elemento disuasorio. El signo de los tiempos cambiaba y aunque nadie abandonaría sus negocios ilegales o como mínimo no declarados, se actuaría de otra manera en las disputas. Se rumoreaba por la comarca que los nuevos responsables del orden en Cáceres habían decidido que una zona poblada por casi sesenta mil habitantes necesitaba la presencia de un cuartel de la Guardia Civil motorizada y se habían adquirido ya los terrenos para construirlo, y uno de los puntos en los que el patriarca puso más énfasis en su discurso es que no quería ver a nadie detenido. Todo aquel que pasara una noche entre rejas por no saber adaptarse a la imposición de un nuevo régimen político sería automáticamente desheredado y apartado de los negocios familiares. A partir de aquel momento, los Poyatos debían hacerse respetar de otra manera y sería el patriarca el primero en dar ejemplo, contratando a personal ajeno a la familia, algo impensable unos años atrás, para llevar las cuentas, los asuntos legales y los temas fiscales que a la mayoría de los allí presentes les parecían de otro mundo.

Antonio Poyatos, desde muy joven, demostró ser un chaval conflictivo, pendenciero e irresponsable que con trece años ya se acercaba de manera indisimulada a algunas mujeres del pueblo sin que le importara un comino que sus maridos lo supieran, que les levantaba las faldas plisadas a las niñas de su clase y contestaba de mala manera a la maestra, y cuando creció físicamente como ningún otro en los alrededores no fue acompañado por una madurez mental adecuada a pesar de los esfuerzos de su padre, que no tardó en darse por vencido ante aquel vástago que no respetaba nada ni a nadie y se aprovechaba de su condición de primogénito de la familia más poderosa de la comarca. Pasó de levantar faldas a quitar falda y braga, fuera quien fuera su propietaria, y de faltarle al respeto a su profesora los pocos años que soportó la rutina diaria de la escuela y las lecciones recitadas a coro en voz alta a gritar a sus empleados, algunos de los cuales aún no recibían un salario semanal y seguían con la tradición no escrita de trabajar de sol a sol a cambio de comida y lecho, para que trabajaran más duro bajo pena de ser despedidos y no encontrar otra peonada en toda la provincia porque él mismo se encargaría de avisar a sus amigos ricos de que a aquel pobre desgraciado no se le daba empleo. Se convirtió en un auténtico miserable hecho a sí mismo, ya que no tenía un espejo en el que reflejarse porque sus hermanos y hermanas y el resto de la familia eran personas educadas, disciplinadas, aleccionadas desde muy temprana edad a intervenir en los negocios familiares con la máxima eficiencia y beneficio para sus intereses pero que nunca tenían una palabra más alta que otra para dirigirse a los demás; sencillamente no les hacía falta por el peso de su apellido, infrecuente incluso en lo más profundo de Cáceres a finales de los ochenta y a pesar de la voracidad reproductora de la generación anterior. Les habían educado como la familia más acaudalada de la comarca y ello les confería un cierto complejo de superioridad que resultaba molesto en el trato diario con ellos porque aquellos de la familia que habían asumido más responsabilidades fruto del declive físico y mental del ya abuelo Adalberto te trataban como a un ser inferior a pesar de que no supieran deletrear su nombre completo en voz alta, pero una vez superada la maldición histórica de sus antepasados, siempre con el mojón en boca de todos como a mí me seguían llamando el estudiante a los setenta y cinco cuando los universitarios en el pueblo se contaban por decenas, habían conseguido convertirse en una familia respetable y respetada.

Pero Antonio era la excepción del clan, y le faltaba tiempo para jactarse de esa situación; si le caías bien, y yo debía caerle bien porque cuando nos encontrábamos siempre acababa entre mis manos una cerveza a su cuenta aunque tuviera que soportar su intolerable lenguaje machista hacia las mujeres como seres inferiores que las consideraba y que según él habían nacido para complacerle y abrirlo todo bien sin rechistar, era un amigo de esos que cuando necesitas a alguien para recordarle a otra persona que lo mejor que puede hacer en su vida es olvidarse de que existes, él aparecía para propinarle un par de soplamocos desde su metro noventa y cinco y sus ciento diez kilos bien entrenados y endurecidos a base de cargar troncos durante su adolescencia, castigo de su padre cuando se portaba mal en la escuela que prácticamente cumplía a diario, aunque no sé si fue peor el remedio que la enfermedad porque tenía unos brazos como tubos de acero y cuando soltaba un puñetazo con toda su furia la persona que lo recibía volaba literalmente cinco o seis metros hasta encontrar donde estrellarse con unos cuantos dientes menos y los maxilares fracturados. Si le caías mal lo más habitual era que te ignorara y te retirara el saludo por la calle; de hecho no saludaba a más de medio pueblo y en especial a los maridos de las mujeres con las que mantenía relaciones ocasionales, conocidas y consentidas por todos, porque el miedo de un marido pobre y cornudo en un pueblo perdido en el interior de Extremadura durante la década de los ochenta era un aliado más poderoso de lo que podáis imaginar y todos preferían cerrar los ojos para poder seguir llevando pan y vino a la mesa cada día aunque los terratenientes se tomaran todas las libertades del mundo con tu esposa y miraran a tu hija de quince años que se había desarrollado prematuramente con algo más que buenos ojos, e incluso al nacer tus hijos no estuvieras completamente seguro de que tú eras el padre de la criatura que no tenía ni tus ojos, ni tu nariz ni tu hoyuelo en la barbilla, que era hereditario de padres a hijos. Antonio el de los mojones seguía siendo temido aunque se rumoreaba por el pueblo que cualquier noche aparecería en el fondo de un cobertizo ensartado en un estoque como venganza de algún marido cornúpeta hastiado de que aquel indeseable le pusiera las manos encima a su mujer y ésta le hubiera confesado entre lágrimas que no le quedaba más remedio que permitirlo porque el bienestar económico de la familia dependía de que Antonio Poyatos recibiera satisfacciones físicas por su parte de vez en cuando, y aunque le dieron su merecido unos años después, estos castigos siempre llegan demasiado tarde y cuando ya hay un número indefinido de hijos ilegítimos correteando por el pueblo surgidos tras relaciones sexuales no siempre consentidas ante los comentarios de las sirvientas que en sus ratos de ocio apuestan por acertar de quién es el hijo del ama de llaves de los Carracedo, porque no se parece ni a su padre ni a su madre y siendo sus progenitores dos individuos menudos y enclenques que no eran capaces de perseguir ni cincuenta metros a una gallina huyendo del corral, su hijo Álvaro había nacido pesando cuatro kilos y medio y midiendo cincuenta y siete centímetros.

Pero su abuelo decidió darle un escarmiento por su constante tendencia a ensuciar el nombre de la familia. El viejo conocía a todo el pueblo, señores y plebeyos, y se había fijado en Marisa como la hija que siempre había querido tener: sencilla, alegre, despreocupada, obediente a sus padres, pendiente de sus aficiones y no de viajar a la capital una vez al mes para vaciar las tiendas de ropa y comprar un armario tras otro en los que albergar sus pertenencias como hacían las jóvenes de su edad que se lo podían permitir, y aunque no era una de ellas, tampoco se quedaba mirando escondida tras las cortinas de los ventanales con expresión envidiosa como tantas otras hijas de sirvientas, mientras sus amigas que la trataban como a un mal necesario porque tampoco soportaban su compañía a diario, emprendían el camino a Cáceres por carretera. Marisa era una criatura deliciosa, alejada del resto de muchachas de su edad y condición social que se acercaban a media tarde al lavadero municipal para que los mozos del pueblo las cortejaran si sus padres no habían acordado ya un matrimonio para unir dos clanes que serían más fuertes tras aquel enlace. Ella se encerraba en su habitación con los libros que yo le entregaba en préstamo con cierta cautela para que no convirtiera su afición en una obsesión que la alejara de la realidad que no le quedaba más remedio que vivir y los devoraba hora tras hora enfrascada en su lectura hasta el punto de que sus padres tuvieron que llevarla a Trujillo para encargarle unas gafas de lectura a causa de su incipiente miopía fruto de una vista cansada que llegaba a trabajar hasta las cuatro o las cinco de la madrugada todos los días, algo que preocupaba tanto como satisfacía a sus padres. Eran labriegos, pero al servicio de Adalberto, y recibían un trato de favor por su parte que nunca comprendieron, mencionando aquella situación en numerosas conversaciones entre oscuros rincones de tertulias familiares nocturnas tras la jornada en las cocinas de los vecinos sin encontrar respuesta, hasta que descubrieron el motivo al hacerse público el testamento del patriarca de los Poyatos. Adalberto le hizo un regalo a su hijo Antonio en forma de terrenos de pasto para ganado, muy productivos al ir acompañados de la correspondiente dote de cabezas de reses portadoras de una carne de gran calidad, con lo cual el joven buscador de altercados podía pasar el resto de su vida contemplando cómo su propiedad le permitía vivir sin sudar una sola gota, dejando el trabajo para los subalternos y los mozos de cuadra mientras él solo tenía que preocuparse de estampar su firma en los contratos de adquisición de sus terneras y caballos de competición. Era la jugada soñada para Antonio, pero Adalberto añadió una cláusula a la cesión de esos terrenos con el fin de reposar en su tumba creyendo que su hijo mayor se reformaría aunque solo fuera para que aquella niña de apariencia dulce pero independiente intentara domar a un potro desbocado como él: para poder heredarlos, debía casarse con la hija de Rodolfo el cazurro. Oriundo de tierras turolenses, Rodolfo Casares era el padre de Marisa, uno de los capataces de ganado de mediana relevancia que trabajaban para ellos desde que se había asentado con su esposa en el pueblo tras la emigración de la postguerra, y la noticia cayó como una bomba en el seno de la familia Poyatos porque el viejo loco le había dejado al hermano pendenciero las veinte mejores hectáreas de terreno de que disponían y además obligándole a casarse con la rarita del pueblo para acceder a ellas.

Como no podía ser de otra manera, fui el albacea gratuito de Adalberto y mía fue la responsabilidad de leer en voz alta ante toda la familia el conjunto de últimas voluntades del creador del pequeño imperio Poyatos y una vez firmado el testamento por parte del señor notario de Trujillo conforme se había redactado a derecho, también me encargué de la lectura de lo que a nadie más que a los Poyatos interesaba. La mayoría de los miembros de la familia ya eran conocedores de la ración de pastel que les correspondía, un pastel que en la mayoría de los casos se reducía a beneficiarse de un fondo fiduciario que Adalberto había establecido para que sus hijos e hijas más ineptos pudieran vivir con comodidad el resto de sus vidas y al mismo tiempo no metieran la nariz en los negocios familiares. La saga Poyatos debía perpetuarse, pero el buen nombre que el abuelo se había labrado durante las últimas décadas en el mundo de los negocios no podía ser mancillado por sus herederos aficionados al vino y las mujeres de vida alegre de la capital a las que acudían a visitar casi todas las semanas.

Al contrario de lo que podáis deducir tras el dardo envenenado que le había lanzado su padre durante la pública lectura de su testamento, Antonio no reaccionó como cabía esperar en él. Se limitó a abrir los ojos como platos, coger aire, cruzarse de brazos y mirar a un lado y a otro de la estancia. Sus hermanos apenas se atrevieron a observarle de reojo, por lo que aquel pequeño detalle que se interponía entre un montón de millones de pesetas y él quedó como una anécdota más entre las muchas que tuve la oportunidad de leer en voz alta y que me llevaron a tener que aguantar la risa en más de una ocasión, dada la originalidad de los detalles que el abuelo Adalberto había tenido con sus allegados e incluso la entrega de varios regalos considerados como intocables por parte de sus descendientes que habían ido a parar a algunas de sus amantes como pago por un trabajo bien hecho y que habían provocado la indignación de las esposas de sus hijos que consideraban determinado colgante de oro y rubíes o una cómoda del siglo XIX comprada en el anticuario de Trujillo como suyos y que a partir de aquel momento pasarían a formar parte de las pertenencias de Carmen la ventilada. La llamaban así por su habitual tendencia a ventilar sus cuartos traseros desnudos debajo del abuelo Adalberto, aunque las malas lenguas decían que habían pasado muchos años desde aquella aventura con la limpiadora de cuadras y debía ser cierto, ya que aquella buena mujer que en sus últimos años de servicio a la familia Poyatos antes de declararse a sí misma retirada y trasladarse a Cáceres no había entrado en una sola cuadra, había cumplido ya sesenta años y debía haber cambiado la ventilación natural a la orilla del río por un buen brasero cuyos rescoldos calentaran su cansado cuerpo mientras contemplaba los últimos días de su agitada vida a través de la ventana del segundo piso de su residencia a las afueras de Cáceres, gracias a los regalos del bueno de Adalberto y su fructífera lisonja hacia él.

Antonio no tardó en acercarse a Marisa y empezar a fabricar una amabilidad desconocida en él hasta entonces. Todo era cuestión de interés por su parte, ya que no debía ser una persona capaz de enamorarse ni sentir nada por nadie porque nunca durante su acelerada vida se le conoció amor alguno y cuando te conviertes en el dueño de un pueblo y casi de una comarca y dispones de todas las mujeres de su interior para amancebarte con ellas sin mayor compromiso que algún pequeño presente de vez en cuando, el sentimentalismo del amor no tiene cabida en el camino de tu vida. Pero la herencia era demasiado suculenta como para dejarla escapar y a fin de cuentas haría lo que quisiera con aquella chiquilla que llevaba gafas y apenas levantaba la mirada del suelo y que no acudía con las demás jóvenes casaderas del pueblo a la verbena dominical en la que tocaba una rondalla de cuatro amigos que habían aprendido a aporrear un acordeón con cierto sentido y conseguir que la audiencia bailara aunque visita tras visita repitieran las mismas veinte canciones que algún apático profesor del instrumento les había enseñado a base de memorizar las posiciones de ambas manos por unas pocas monedas. Marisa evitaba todo tipo de acto social porque prefería refugiarse en la lectura de sus libros, muchos de los cuales procedían de mi biblioteca particular y de los que nació su pasión por la Historia, y además no le gustaba bailar, pero tampoco descuidaba la atención hacia sus familiares, bien enseñada por su madre y ante la atenta y severa mirada de su progenitor, quien nunca llegó a entender por qué de unas personas sencillas y trabajadoras como eran ellos y sus ascendientes había nacido una criatura tan independiente y diferente de las demás muchachas del pueblo a su edad. Hasta sus últimos días en los que lloró por la desaparición de su hija se lo preguntó interiormente, e incluso a su esposa en los diálogos nocturnos en el lecho compartido antes de abandonarse a los placeres de la inconsciencia cobijada por el calor cercano de la persona amada, sin que ninguno de los dos consiguiera una respuesta satisfactoria más que un “ella es así”. Marisa era tal y como deseaba ser, y Rodolfo Casares prefería a una niña a la que le auguraba un futuro diferente que no saberse padre de otro pedazo de carne fresca que antes o después se pondría en el mercado a un precio que su progenitor siempre consideraría inferior a sus cualidades.

Marisa obligó a Antonio a cortejarla durante casi dos años, al producirse una serie de circunstancias que dificultaron aquella unión. Tras la muerte de Adalberto, Antonio había pasado a ser el jefe directo de los padres de la joven en los terrenos del clan, y después de haber investigado sigilosamente todos los detalles que le interesaban acerca de la vida de la que tenía que ser su esposa más pronto que tarde, les había prohibido terminantemente que permitieran a su hija proseguir con sus estudios en la Universidad de Cáceres después de finalizar brillantemente su etapa de bachiller, ya que eso habría supuesto que la muchacha se alejara de él. En su mente enfermiza y obsesionada había imaginado como uno de aquellos mamarrachos de gafas de pasta negra y pelo engominado se acercaba a su posesión y la engatusaba con su verborrea de universitario medio maricón para adentrarla en un mundo de infinitas experiencias por conocer, lo que llevaría a que su objetivo no se cumpliera, y por ello realizó una serie de maniobras, ocultando convenientemente a su pretendida que la imposibilidad de presentarse a unos estudios superiores no se debía a la incapacidad de sus padres para pagarlos sino a sus órdenes específicas y estrictas. En compensación a aquella iniciativa que habría provocado en Marisa el rechazo inmediato y eterno a sus pretensiones matrimoniales, ordenó la adquisición de una pequeña parcela desocupada en el centro del pueblo y la posterior construcción de una biblioteca para un municipio de apenas cuatro mil habitantes de los cuales más de la mitad de los que superaban los cuarenta años no sabían leer ni escribir, que pagó de su bolsillo y para la que utilizó a todos sus capataces y albañiles de forma que en menos de cuatro meses el edificio estaba terminado utilizando los materiales más modernos que había adquirido él mismo en Madrid, y al finalizar las obras encargó a la propia Marisa que se hiciera cargo de ella como regalo de prometida y empezara a organizarla bajo su responsabilidad, algo que caló muy hondo en el corazón de la joven, que era lo suficientemente inteligente como para haber averiguado que no iba a la universidad porque Poyatos lo había prohibido y por ello le castigó con casi un año de no querer saber nada de él, pero su corazón debió enternecerse al tener conocimiento de que su pretendiente, ese de quien decían sus ya escasas amigas que a quien más quien menos había intentado llevárselas al huerto a todas a pesar de que él ya había cumplido los veinticinco y ellas eran menores de edad, había ordenado la construcción de uno de sus sueños solo para complacerla. Aunque viniendo de Antonio Poyatos, nada era gratuito y en el interior de la joven empezó a fabricarse una cierta sensación de resignación ante el futuro que le esperaba y que probablemente no podría cambiar. Pero todavía no había dicho su última palabra.

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