domingo, 13 de mayo de 2012

Las cenizas del olvido - Tercer capítulo


TRES



Marisa era natural del pueblo pero sus padres habían llegado unas décadas atrás desde otro pueblo de escasa relevancia en las llanuras de Teruel, huyendo de la miseria como tantos otros y poniéndose al servicio de un terrateniente como tantos otros. De hecho su padre y yo compartimos también alguna cerveza en la taberna del pueblo y siempre me recordó, conforme su niña cumplía años, lo agradecido que me estaba por mostrarle un mundo que él ni conocía ni entendía pero sabía que existía y no le parecía mal que su hija menor fuera conocedora de que había otras posibilidades en la vida además de cuidar cerdos y terneras, lavarse una vez a la semana, casarse y tener hijos con los brutos del pueblo, como él les llamaba. Trabajaba para ellos, pero eso no significaba que les tuviera simpatía y seguro que en alguna noche en el silencio de la alcoba al lado de su esposa comentaban el tema y ella le sugería que se callara porque las paredes oían y ellos no eran más que dos emigrantes cuidadores de reses a las órdenes de un capataz en aquellas tierras y nadie les defendería si hubieran tenido algún problema con los señoritos. Pero él era lo suficientemente listo como para contarle según qué cosas sólo a el estudiante y dejar su amargura entre las sábanas para cumplir diariamente con su trabajo de capataz subalterno y vigilar en la medida de lo posible que nadie se propasara con su familia. Porque a pesar de que Marisa fuera la primera niña del pueblo a su edad que ya había aprendido a leer y escribir antes de poder llevarla a la escuela, detalle del que debo llevarme todo el mérito tras unas cuantas clases en el patio de mi casa al sol otoñal de Cáceres por petición expresa de su padre, también era una de aquellas muchachas predestinadas a ser emparentada con un terrateniente cualquiera de la zona, aunque desde su más temprana juventud demostró que valía para algo más que para ser la mujer de. Era inteligente, despierta e inquieta, y en ocasiones insistía en prolongar el tiempo que designábamos para sus clases o se acercaba un sábado por la tarde hasta mi propiedad para que le explicara anécdotas de cuando mis abuelos repartían la leche por los angostos caminos del pueblo acompañados de animales de carga con un par de depósitos de cincuenta litros rebosando el líquido recién ordeñado aquella misma mañana antes de amanecer:

-Profesor, ¿usted cree que hay futuro lejos de este pueblo?

-Marisa, yo creo que el futuro de cada persona lo construye la propia persona, todo depende de qué quieres hacer con tu vida y los pasos que des para conseguir tus objetivos.

-Aquí parece que ya naces marcada por un hierro candente como las vacas, es asfixiante.

-Tú no tienes esa marca aún, Marisa, tus padres se ocupan de ello y en la medida de mis posibilidades, yo también. Intenta que nadie te la ponga porque nadie tiene derecho a proclamarse dueño de tu vida. No al menos sin tu consentimiento si el paso de los años te hace cambiar de opinión.

-Por voluntad propia nunca, profesor. Yo quiero hacer otras cosas. Esto se me queda pequeño, es como si durmiera cada noche en la cuna de un bebé.

-Hazlas, Marisa. Tienes el apoyo de tu padre y la permisividad, que no la complicidad, de tu madre. O no estarías aquí paseando conmigo para que te enseñe cuatro cosas de la vida y muchas cosas de Historia y Literatura.

-Mis amigas dicen que si estoy enamorada de usted porque cuando ellas van a la acequia para alternar con los mozos, yo vengo a que me cuente sus historias y me enseñe lo que nadie de por aquí podría mostrarme.

-Tus amigas sí son de las del hierro candente, Marisa. Yo no les haría demasiado caso, aunque cuidado con los rumores que se propagan, una mentira puede llegar a convertirse en noticia y eso no nos conviene, como seguro que comprenderás.

-No se preocupe, profesor. Tampoco es que vaya demasiado con ellas y mis padres confían en usted y en mí.

En aquellos años en los que la muchacha no había llegado a la mayoría de edad y yo era un hombre bien parecido y con abundantes muescas en mi pistola de las que el pueblo no era conocedor gracias a mi habitual discreción y mis frecuentes viajes a la capital, y es que yo también fui en algún momento de mi vida un vigoroso aunque quebradizo roble, algunas personas se dedicaron a difundir rumores sin sentido acerca de la excesiva amistad que nos unía a ambos, pero todo se trataba de una correspondencia entre un adulto enfermo e inofensivo amante de explicar sus historias ya fuera a través de sus escritos o sus palabras y una chiquilla deseosa de conocer las batallas locales que se habían librado en los alrededores durante los últimos cincuenta años. Insistía una y otra vez en que quería convertirse en la historiadora del lugar y pretendía acceder a unos estudios superiores que le aportaran la perspectiva técnica y la titulación oficial para ejercer una profesión, la de maestra del pueblo, que le permitiera tanto enseñar a los chavales en las aulas como dedicarse a sus propios proyectos recopilando los principales eventos sucedidos en la comarca durante décadas anteriores. Yo conocía a su familia como ya os he comentado; su padre, Rodolfo, me invitaba a un trago cada vez que me veía y su madre, Felisa, intentaba con escaso éxito que su hija se decantara por la vida social antes que la cultural y como veía que yo me interponía en su camino nunca me miró con buenos ojos, pero no puso impedimentos a lo largo de los años para que su hija dejara de ser una iletrada como el resto de jóvenes de su generación, arengada sin duda por la exigencia de su marido que veía allí un futuro diferente para su hija, puesto que los Casares eran una familia humilde pero no arruinada y se hubieran podido permitir llevar a Marisa a Cáceres o a Madrid para matricularle en la universidad. Trabajaban para el hijo del jefe de los mojones y Rodolfo era de los pocos capataces que podía poner la mano cada semana para recibir unas cuantas monedas que su celosa esposa guardaba a buen recaudo en el sótano de su vivienda. A Felisa Casares le preocupaba el qué dirán, pero veía a su hija volver de los encuentros que mantenía conmigo con una sonrisa que no proporciona el placer físico, si no el haber aprendido algo nuevo en una persona ávida de recibir conocimientos desde cualquier fuente de sabiduría, y por aquel entonces, yo era una de ellas para la joven; si a aquella sonrisa que su madre nunca supo interpretar le añadía el hecho palpable de que las resmas de papel que a duras penas se conseguían en el pueblo y que Marisa llevaba consigo vacías desde casa volvían llenas de dibujos y garabatos tras un par de horas de charlar conmigo, llegó un momento en el que se dio cuenta de que ni por parte de su hija ni por la mía había más intención que la de aprender y enseñar paseando una tarde de sábado por nuestras hermosas tierras.

Marisa me habló en infinidad de ocasiones de su sueño, insólito para una joven menor de edad rodeada de chicos que con mayor o menor fortuna intentaban atraer su interés; cada sábado al anochecer volvía a casa con su cuaderno lleno de anotaciones y las transformaba aquella misma noche con la memoria fresca en historias que parecían capítulos de un libro que yo le iba dictando progresivamente, con una prosa rica, atrevida y viva impropia de una persona que no ha sido formada en técnica literaria. La muchacha quería publicar algún día y difundir entre las gentes de la zona un pequeño volumen acerca de la historia de aquella tierra, una recopilación del paso de los años narrada por mis labios como testigo en primera persona de la postguerra, la transición y los primeros años de la Democracia. Aunque rodeada de campesinos y labriegos millonarios a los que les importaba un carajo cómo sus bisabuelos habían llegado a la zona, su objetivo no podía calificarse más que de sueño, un sueño que nunca llegaría a ver cumplido, al menos como habitante del pueblo y miembro de la comunidad.

Y no llegó a verlo cumplido porque Marisa desapareció. Habían pasado los años y la lógica de la vida en la zona la llevó a aceptar a regañadientes un matrimonio pactado con un miembro del clan de los de la navaja en la faldriquera, Antonio Poyatos, un armario humano de los que apenas cabían por las puertas bajas de las casas del pueblo. Era probablemente el hombre más alto de una comarca que no destacaba por el crecimiento de unos jóvenes que desde muy temprana edad se veían obligados a inclinar la espalda para cavar la tierra con una azada que apenas podían levantar por su peso, y de los que gustaba en demasía la compañía de mujeres, estuvieran o no comprometidas con otros hombres y sin que ni ellas ni él disimularan su atracción mutua. Los testamentos de los patriarcas de las familias acomodadas de mi lugar de nacimiento eran extensos por aquella época, redactados con muchos años de adelanto porque la esperanza de vida era imprevisible y recuerdo cómo en 1.971, ocho habitantes del pueblo en perfecto estado de salud hasta entonces fueron enterrados por una extraña gripe que los médicos nunca supieron explicar ni atajar y que culparon a la gripe como podían haber diagnosticado una lepra aunque no fuera mortal. Llamaban a un licenciado en leyes para redactar sus últimas voluntades sin dejar ningún cabo suelto y con todos los conceptos rigurosamente definidos, ya que como único universitario del pueblo habían acudido a mí en diversas ocasiones para ejercer de albacea, además de al notario correspondiente, con lo que se cercioraban de que todo se había escrito tal y como ellos deseaban, por un lado, y de que no le dejaban a un nieto indeseado una próspera fábrica de conservas por error, por otro lado, además de multitud de comentarios personales que yo debía leer delante de las familias por expreso deseo del fallecido, llevándome a situaciones incómodas en las que uno de los herederos era gravemente insultado por su ancestro como el miembro de la familia que más vergüenza le producía y a menudo me culpaban a mí como si los insultos hubieran salido de mi boca y no del fallecido, harto de su descendiente que empañaba el nombre de toda la familia después de muchos años de mantener un prestigio que uno solo de sus miembros se había encargado de tirar por los suelos con su comportamiento, bien cerrando completamente borracho la taberna cada noche o bien acercándose más de lo conveniente a la esposa de algún conocido. Aquellos comportamientos provocaban que se convirtiera en la comidilla del pueblo y en más de una ocasión habían llevado a que las navajas hicieran acto de presencia sin que el vilipendiado fuera consciente de que su esposa había mantenido unas relaciones íntimas consentidas y deseadas por su parte y actuara pretendiendo defender el honor ultrajado de quien dormía a su lado. El hombre comete alguno de los siete pecados capitales durante toda su vida, y los dos más habituales de entre los adultos de mi pueblo eran la lujuria y la avaricia.

Y el testamento del patriarca de los Poyatos ocupaba treinta y siete páginas más un anexo de otras dieciocho que no podía ver la luz a los ojos de la ley, en este caso del notario que me acompañaba para ejercer su profesión, dar fe de lo escrito y validar legalmente los deseos de su cliente, porque en él aparecían todas las posesiones no declaradas al fisco que eran repartidas entre los herederos una vez el jurista había abandonado las dependencias familiares al finalizar su trabajo. De hecho, aquellos anexos eran más importantes que las propias lecturas de los testamentos oficiales porque el dinero oculto estaba allí y los reunidos para escuchar mis palabras ya conocían de antemano a quién le iba a corresponder tal o cual pedazo de terreno o la fábrica al pie de la montaña que ya gestionaban en vida de su familiar recién ascendido a los cielos o descendido a los infiernos, aunque por lo general solían ser buena gente que se había esforzado por educar sanamente a su prole aunque no en todos los casos lo hubieran conseguido.

Adalberto Poyatos tuvo nueve hijos y veintidós nietos, los primeros antes de que su abnegada esposa Herminia abandonara la vida absolutamente agotada de parir y criar a tantos rapaces y sufrir una cantidad indeterminada de abortos de los que solo el médico del hospital comarcal tuvo conocimiento pero debieron ser más de una docena en una época en la que el nacimiento de un bebé era como una ruleta rusa con tres o cuatro balas en el tambor del revólver porque los ganaderos se preocupaban más de los partos de sus terneras o yeguas que de los de sus propias mujeres, y las parturientas se negaban a subir a los incómodos carromatos que les conducirían a la capital a través de caminos llenos de socavones o rocas que habían aparecido allí de la nada y que provocaban que los conductores se vieran obligados a detener la diligencia para apartarlos con la fuerza de sus brazos, lo que convertía el viaje en una tortura para la futura mamá. Pocas accedían a trasladarse al hospital y en un pueblo aislado del interior de Cáceres en los que convivían a partes iguales hombres y bestias el riesgo de infecciones para un recién nacido era desproporcionado. Los partos naturales solían prolongarse durante veinticinco o treinta horas dejando a la madre agotada por el esfuerzo y al recién nacido desprotegido ante los enemigos de la naturaleza. Los médicos y las comadronas rara vez llegaban a tiempo porque no podían estar pendientes de que media docena de mujeres en un radio de veinte kilómetros a la redonda hubieran decidido dar a la luz en el mismo momento y se veían desbordados en sus funciones, lo cual producía abundantes fallecimientos tanto de madres como de recién llegados a la vida en las habitaciones acondicionadas como paritorios. Muchos de los hombres más acaudalados de la zona tuvieron que contraer posteriormente segundas o terceras nupcias con mujeres dispuestas a asumir ese riesgo porque, al fin y al cabo, las habían educado desde niñas para unirse en matrimonio y traer hijos al mundo y era habitual que los patriarcas de la zona sobrepasaran la decena de vástagos, imagino que como en cualquier otra área rural de España en aquellos tiempos en los que conceptos como la televisión, los ordenadores o los teléfonos móviles parecían artefactos de otro mundo que tardarían siglos en visitar el pueblo y muchos de sus habitantes desconocían incluso que hubiera otro continente más allá del Atlántico o que la tierra continuara al sur del estrecho de Gibraltar.

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