TRES
Marisa
era natural del pueblo pero sus padres habían llegado unas décadas atrás desde
otro pueblo de escasa relevancia en las llanuras de Teruel, huyendo de la
miseria como tantos otros y poniéndose al servicio de un terrateniente como
tantos otros. De hecho su padre y yo compartimos también alguna cerveza en la
taberna del pueblo y siempre me recordó, conforme su niña cumplía años, lo
agradecido que me estaba por mostrarle un mundo que él ni conocía ni entendía
pero sabía que existía y no le parecía mal que su hija menor fuera conocedora
de que había otras posibilidades en la vida además de cuidar cerdos y terneras,
lavarse una vez a la semana, casarse y tener hijos con los brutos del pueblo,
como él les llamaba. Trabajaba para ellos, pero eso no significaba que les
tuviera simpatía y seguro que en alguna noche en el silencio de la alcoba al
lado de su esposa comentaban el tema y ella le sugería que se callara porque
las paredes oían y ellos no eran más que dos emigrantes cuidadores de reses a
las órdenes de un capataz en aquellas tierras y nadie les defendería si
hubieran tenido algún problema con los señoritos.
Pero él era lo suficientemente listo como para contarle según qué cosas sólo a el estudiante y dejar su amargura entre
las sábanas para cumplir diariamente con su trabajo de capataz subalterno y
vigilar en la medida de lo posible que nadie se propasara con su familia.
Porque a pesar de que Marisa fuera la primera niña del pueblo a su edad que ya
había aprendido a leer y escribir antes de poder llevarla a la escuela, detalle
del que debo llevarme todo el mérito tras unas cuantas clases en el patio de mi
casa al sol otoñal de Cáceres por petición expresa de su padre, también era una
de aquellas muchachas predestinadas a ser emparentada con un terrateniente cualquiera
de la zona, aunque desde su más temprana juventud demostró que valía para algo
más que para ser la mujer de. Era
inteligente, despierta e inquieta, y en ocasiones insistía en prolongar el
tiempo que designábamos para sus clases o se acercaba un sábado por la tarde
hasta mi propiedad para que le explicara anécdotas de cuando mis abuelos
repartían la leche por los angostos caminos del pueblo acompañados de animales
de carga con un par de depósitos de cincuenta litros rebosando el líquido
recién ordeñado aquella misma mañana antes de amanecer:
-Profesor,
¿usted cree que hay futuro lejos de este pueblo?
-Marisa,
yo creo que el futuro de cada persona lo construye la propia persona, todo
depende de qué quieres hacer con tu vida y los pasos que des para conseguir tus
objetivos.
-Aquí
parece que ya naces marcada por un hierro candente como las vacas, es
asfixiante.
-Tú
no tienes esa marca aún, Marisa, tus padres se ocupan de ello y en la medida de
mis posibilidades, yo también. Intenta que nadie te la ponga porque nadie tiene
derecho a proclamarse dueño de tu vida. No al menos sin tu consentimiento si el
paso de los años te hace cambiar de opinión.
-Por
voluntad propia nunca, profesor. Yo quiero hacer otras cosas. Esto se me queda
pequeño, es como si durmiera cada noche en la cuna de un bebé.
-Hazlas,
Marisa. Tienes el apoyo de tu padre y la permisividad, que no la complicidad,
de tu madre. O no estarías aquí paseando conmigo para que te enseñe cuatro
cosas de la vida y muchas cosas de Historia y Literatura.
-Mis
amigas dicen que si estoy enamorada de usted porque cuando ellas van a la
acequia para alternar con los mozos, yo vengo a que me cuente sus historias y
me enseñe lo que nadie de por aquí podría mostrarme.
-Tus
amigas sí son de las del hierro candente, Marisa. Yo no les haría demasiado
caso, aunque cuidado con los rumores que se propagan, una mentira puede llegar
a convertirse en noticia y eso no nos conviene, como seguro que comprenderás.
-No
se preocupe, profesor. Tampoco es que vaya demasiado con ellas y mis padres
confían en usted y en mí.
En
aquellos años en los que la muchacha no había llegado a la mayoría de edad y yo
era un hombre bien parecido y con abundantes muescas en mi pistola de las que
el pueblo no era conocedor gracias a mi habitual discreción y mis frecuentes
viajes a la capital, y es que yo también fui en algún momento de mi vida un
vigoroso aunque quebradizo roble, algunas personas se dedicaron a difundir
rumores sin sentido acerca de la excesiva
amistad que nos unía a ambos, pero todo se trataba de una correspondencia
entre un adulto enfermo e inofensivo amante de explicar sus historias ya fuera
a través de sus escritos o sus palabras y una chiquilla deseosa de conocer las
batallas locales que se habían librado en los alrededores durante los últimos
cincuenta años. Insistía una y otra vez en que quería convertirse en la
historiadora del lugar y pretendía acceder a unos estudios superiores que le
aportaran la perspectiva técnica y la titulación oficial para ejercer una
profesión, la de maestra del pueblo, que le permitiera tanto enseñar a los
chavales en las aulas como dedicarse a sus propios proyectos recopilando los
principales eventos sucedidos en la comarca durante décadas anteriores. Yo
conocía a su familia como ya os he comentado; su padre, Rodolfo, me invitaba a
un trago cada vez que me veía y su madre, Felisa, intentaba con escaso éxito
que su hija se decantara por la vida social antes que la cultural y como veía
que yo me interponía en su camino nunca me miró con buenos ojos, pero no puso
impedimentos a lo largo de los años para que su hija dejara de ser una iletrada
como el resto de jóvenes de su generación, arengada sin duda por la exigencia
de su marido que veía allí un futuro diferente para su hija, puesto que los
Casares eran una familia humilde pero no arruinada y se hubieran podido
permitir llevar a Marisa a Cáceres o a Madrid para matricularle en la
universidad. Trabajaban para el hijo del jefe de los mojones y Rodolfo era de
los pocos capataces que podía poner la mano cada semana para recibir unas
cuantas monedas que su celosa esposa guardaba a buen recaudo en el sótano de su
vivienda. A Felisa Casares le preocupaba el qué dirán, pero veía a su hija
volver de los encuentros que mantenía conmigo con una sonrisa que no proporciona
el placer físico, si no el haber aprendido algo nuevo en una persona ávida de
recibir conocimientos desde cualquier fuente de sabiduría, y por aquel
entonces, yo era una de ellas para la joven; si a aquella sonrisa que su madre
nunca supo interpretar le añadía el hecho palpable de que las resmas de papel
que a duras penas se conseguían en el pueblo y que Marisa llevaba consigo
vacías desde casa volvían llenas de dibujos y garabatos tras un par de horas de
charlar conmigo, llegó un momento en el que se dio cuenta de que ni por parte
de su hija ni por la mía había más intención que la de aprender y enseñar
paseando una tarde de sábado por nuestras hermosas tierras.
Marisa
me habló en infinidad de ocasiones de su sueño, insólito para una joven menor
de edad rodeada de chicos que con mayor o menor fortuna intentaban atraer su
interés; cada sábado al anochecer volvía a casa con su cuaderno lleno de
anotaciones y las transformaba aquella misma noche con la memoria fresca en
historias que parecían capítulos de un libro que yo le iba dictando
progresivamente, con una prosa rica, atrevida y viva impropia de una persona
que no ha sido formada en técnica literaria. La muchacha quería publicar algún
día y difundir entre las gentes de la zona un pequeño volumen acerca de la
historia de aquella tierra, una recopilación del paso de los años narrada por
mis labios como testigo en primera persona de la postguerra, la transición y
los primeros años de la Democracia. Aunque rodeada de campesinos y labriegos
millonarios a los que les importaba un carajo cómo sus bisabuelos habían
llegado a la zona, su objetivo no podía calificarse más que de sueño, un sueño
que nunca llegaría a ver cumplido, al menos como habitante del pueblo y miembro
de la comunidad.
Y
no llegó a verlo cumplido porque Marisa desapareció. Habían pasado los años y
la lógica de la vida en la zona la llevó a aceptar a regañadientes un
matrimonio pactado con un miembro del clan de los de la navaja en la
faldriquera, Antonio Poyatos, un armario humano de los que apenas cabían por
las puertas bajas de las casas del pueblo. Era probablemente el hombre más alto
de una comarca que no destacaba por el crecimiento de unos jóvenes que desde
muy temprana edad se veían obligados a inclinar la espalda para cavar la tierra
con una azada que apenas podían levantar por su peso, y de los que gustaba en
demasía la compañía de mujeres, estuvieran o no comprometidas con otros hombres
y sin que ni ellas ni él disimularan su atracción mutua. Los testamentos de los
patriarcas de las familias acomodadas de mi lugar de nacimiento eran extensos
por aquella época, redactados con muchos años de adelanto porque la esperanza
de vida era imprevisible y recuerdo cómo en 1.971, ocho habitantes del pueblo
en perfecto estado de salud hasta entonces fueron enterrados por una extraña
gripe que los médicos nunca supieron explicar ni atajar y que culparon a la
gripe como podían haber diagnosticado una lepra aunque no fuera mortal.
Llamaban a un licenciado en leyes para redactar sus últimas voluntades sin dejar
ningún cabo suelto y con todos los conceptos rigurosamente definidos, ya que
como único universitario del pueblo habían acudido a mí en diversas ocasiones
para ejercer de albacea, además de al notario correspondiente, con lo que se
cercioraban de que todo se había escrito tal y como ellos deseaban, por un
lado, y de que no le dejaban a un nieto indeseado una próspera fábrica de
conservas por error, por otro lado, además de multitud de comentarios
personales que yo debía leer delante de las familias por expreso deseo del
fallecido, llevándome a situaciones incómodas en las que uno de los herederos
era gravemente insultado por su ancestro como el miembro de la familia que más
vergüenza le producía y a menudo me culpaban a mí como si los insultos hubieran
salido de mi boca y no del fallecido, harto de su descendiente que empañaba el
nombre de toda la familia después de muchos años de mantener un prestigio que
uno solo de sus miembros se había encargado de tirar por los suelos con su
comportamiento, bien cerrando completamente borracho la taberna cada noche o
bien acercándose más de lo conveniente a la esposa de algún conocido. Aquellos
comportamientos provocaban que se convirtiera en la comidilla del pueblo y en
más de una ocasión habían llevado a que las navajas hicieran acto de presencia
sin que el vilipendiado fuera consciente de que su esposa había mantenido unas
relaciones íntimas consentidas y deseadas por su parte y actuara pretendiendo
defender el honor ultrajado de quien dormía a su lado. El hombre comete alguno
de los siete pecados capitales durante toda su vida, y los dos más habituales
de entre los adultos de mi pueblo eran la lujuria y la avaricia.
Y
el testamento del patriarca de los Poyatos ocupaba treinta y siete páginas más
un anexo de otras dieciocho que no podía ver la luz a los ojos de la ley, en
este caso del notario que me acompañaba para ejercer su profesión, dar fe de lo
escrito y validar legalmente los deseos de su cliente, porque en él aparecían
todas las posesiones no declaradas al fisco que eran repartidas entre los
herederos una vez el jurista había abandonado las dependencias familiares al
finalizar su trabajo. De hecho, aquellos anexos eran más importantes que las
propias lecturas de los testamentos oficiales porque el dinero oculto estaba
allí y los reunidos para escuchar mis palabras ya conocían de antemano a quién
le iba a corresponder tal o cual pedazo de terreno o la fábrica al pie de la
montaña que ya gestionaban en vida de su familiar recién ascendido a los cielos
o descendido a los infiernos, aunque por lo general solían ser buena gente que
se había esforzado por educar sanamente a su prole aunque no en todos los casos
lo hubieran conseguido.
Adalberto
Poyatos tuvo nueve hijos y veintidós nietos, los primeros antes de que su
abnegada esposa Herminia abandonara la vida absolutamente agotada de parir y criar
a tantos rapaces y sufrir una cantidad indeterminada de abortos de los que solo
el médico del hospital comarcal tuvo conocimiento pero debieron ser más de una
docena en una época en la que el nacimiento de un bebé era como una ruleta rusa
con tres o cuatro balas en el tambor del revólver porque los ganaderos se
preocupaban más de los partos de sus terneras o yeguas que de los de sus
propias mujeres, y las parturientas se negaban a subir a los incómodos
carromatos que les conducirían a la capital a través de caminos llenos de
socavones o rocas que habían aparecido allí de la nada y que provocaban que los
conductores se vieran obligados a detener la diligencia para apartarlos con la
fuerza de sus brazos, lo que convertía el viaje en una tortura para la futura
mamá. Pocas accedían a trasladarse al hospital y en un pueblo aislado del
interior de Cáceres en los que convivían a partes iguales hombres y bestias el
riesgo de infecciones para un recién nacido era desproporcionado. Los partos
naturales solían prolongarse durante veinticinco o treinta horas dejando a la
madre agotada por el esfuerzo y al recién nacido desprotegido ante los enemigos
de la naturaleza. Los médicos y las comadronas rara vez llegaban a tiempo
porque no podían estar pendientes de que media docena de mujeres en un radio de
veinte kilómetros a la redonda hubieran decidido dar a la luz en el mismo momento
y se veían desbordados en sus funciones, lo cual producía abundantes
fallecimientos tanto de madres como de recién llegados a la vida en las
habitaciones acondicionadas como paritorios. Muchos de los hombres más
acaudalados de la zona tuvieron que contraer posteriormente segundas o terceras
nupcias con mujeres dispuestas a asumir ese riesgo porque, al fin y al cabo,
las habían educado desde niñas para unirse en matrimonio y traer hijos al mundo
y era habitual que los patriarcas de la zona sobrepasaran la decena de
vástagos, imagino que como en cualquier otra área rural de España en aquellos
tiempos en los que conceptos como la televisión, los ordenadores o los
teléfonos móviles parecían artefactos de otro mundo que tardarían siglos en
visitar el pueblo y muchos de sus habitantes desconocían incluso que hubiera
otro continente más allá del Atlántico o que la tierra continuara al sur del
estrecho de Gibraltar.
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